Evohé
“¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían balpamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinas casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias”. (Rayuela, capítulo 68. Julio Cortázar).
Cuando trataba de zafarse, la enredadera apretaba su abrazo y los lazos caían en salvajes tirabuzones de los que el hombre no podía escapar. Si intentaba cortar sus ramas estas se endurecían y las que caían lo hacían enredando sus pies descalzos. Poco a poco sentía cómo las espinas se crispaban y amontonaban, hasta dejarlo suspendido en el aire, atado de pies y brazos, expuesta su piel desnuda a la intrincada red de espinas. Y aún no había sino empezado.
Algunas veces, muy pocas, la enredadera permitía que se aproximase a sus flores, pero él siempre fallaba en su intento por tocarlas, pues al mínimo intento los lazos se arremolinaban con elegancia impidiéndole avanzar. Cuanto más se resistía él más fuerte abrazaba ella, hasta que llegado el momento fue casi imposible respirar. ¡Evohé!, ¡evohé! –gritaba el hombre suspendido en el aire–. Aunque nunca se aflojó la tensión. Así las espinas terminaron por convertirse en telas que cubrieron sus heridas y con algo más de cariño, asfixiaron al hombre hasta morir. Un último abrazo que dejó su cuerpo oculto entre las ramas.
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