Los sin nombre

10 de Septiembre del 2015 - Ana Maria Velasco (Oviedo)

Se llamaba Aylan y a todos nos conmocionaron, como no podía ser de otra forma, las imágenes ampliamente difundidas en todos los medios, sobre la muerte sin sentido de este niño sirio al que sus padres, huyendo de la barbarie, pretendían llevar a un mundo que se supone más justo y cuyas fronteras prácticamente ya había cruzado. Su cuerpo inerte sobre la playa y las lágrimas del padre ante la muerte del hijo movieron todas las conciencias de nuestro mundo aparentemente tan civilizado. La desgracia y el dolor protagonizado por inocentes, particularmente por niños, resultan terroríficamente fotogénicos. Tenemos un umbral de percepción tan mediático como mediatizado, un criterio muy utilitarista, una sensibilidad muy selectiva y una memoria muy acomodaticia.

Otros niños podrían haberse llamado Hugo, Lucía, Valeria, Quique, Martina, Keylan, Jeniffer, Adrián, Ainoa, Víctor Manuel o Lolita, y sus muertes, silenciadas e ignoradas en todos los medios de comunicación, nos permiten permanecer impasibles y ajenos a sus despiadados y cruel destino. En estos otros casos no hay imágenes de cuerpos de criaturas ahogadas, troceadas, trituradas, que puedan ser incómodas para este nuestro mundo civilizado que decide cuándo una muerte es derecho defendible y cuando un escándalo intolerable. Esos otros seres, apenas con unos meses menos que los muertos en el seno marino, han perecido en el seno materno y, al igual que éstos, pretendían cruzar una frontera natural que se les ha cerrado. A la que, al parecer, no tenían derecho. Pero esta vez la mano ejecutora ha sido la de sus propios progenitores. Esta vez no vemos las lágrimas del padre por la muerte del hijo, porque la ejecución fue orden suya, o dejó a la deriva el naufragio de madre e hijo o simplemente no se enteró de que estaba poniendo irresponsablemente a un hijo suyo en peligro de muerte.

Para este mundo civilizado, esos miles de muertes calladas, ocultadas al análisis y al debate humanitario no son tales, ya que estos niños nonatos no son sujetos de derecho, no tienen los papeles que les otorgan en cuanto llegan a la frontera deseada, no tienen nombre, no son objeto de regocijo universal, que paradójicamente merecerían desde todos los telediarios si fueran rescatados milagrosamente en el último minuto de una cloaca, de un basurero o de una incineradora.

¿Cuántos de estos niños, entre las decenas de miles que, anualmente y en nuestra solidaria nación, no llegan a traspasar la frontera del útero materno, cuántos, podrían salvarse si esta sociedad, tan selectivamente sensiblera como selectivamente cruel, otorgara a sus padres las mismas ayudas que parecen dispuestas a ofrecer desde familias, parroquias, municipios y sindicatos a los que traspasan las fronteras geográficas huyendo de la muerte? ¿Cuántos de los primeros podrían sobrevivir, sin problemas de integración en culturas ajenas, sin el trauma de refugiados y de cupos políticamente correctos si se mostrara con sus familias la misma solidaridad que se muestra con los segundos?

No trato de contraponer demagógicamente, simplemente trato de homologar sin cinismo y sin hipocresía.

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