La tiranía del examen
La responsabilidad llama a nuestras puertas desde la más tierna infancia. Otro curso echa a rodar un engranaje de clases, estudios y exámenes. Precisamente estos vuelven a cabecera porque son la idiosincrasia académica con que los alumnos y sus familias ven determinados la capacidad y el futuro. Nada más empezar el curso hay un interés excesivo en programar los controles con tal de poner a prueba la aptitud del alumno, obligado a aprender en un tiempo estricto esas materias que le permitirán superar unos límites prefijados. Y me pregunto si nuestra sociedad está dispuesta a valorar inquietudes que estén más allá de la mera ambición de aprobar.
¿Por qué no exigimos una clase donde no falten las ganas de aprender a partir de nuestras circunstancias particulares? Del mismo modo que comemos por hambre, hay que asistir a clase por un vacío que nos golpea anteriormente. Al ser humano también le hace feliz encontrar una solución a sus problemas a través de la reflexión y la cultura. Se hace imprescindible trazar puentes entre el aula y la calle. Además de ese tiempo a veces cronometrado en que uno hace un examen dentro del aula, hay otro tiempo infinitamente más valioso que es el de la vida misma; la vida en sus múltiples campos está demandando del alumno y del profesor palabra, acción y compromiso.
Ser constante en una generosidad ética, cívica y cultural hacia nuestra civilización está muy por encima de sacar matrícula de honor en todas las asignaturas. Las batallas por notas y expedientes han hecho del mundo académico algo angustioso y deplorable porque se ha olvidado el espíritu de la enseñanza y la educación; todo tiene que ver con una competición deportiva. La finalidad del estudio no debería ser aventajar al otro, sino desarrollar la inteligencia, la cultura y los recursos psicológicos. Así se está preparando para trabajar, hacer frente a las adversidades personales y convivir con los demás.
Marco Antonio Molín Ruiz
Huelva
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