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¡Amor, cuánta soledad en tu compañía!

4 de Octubre del 2015 - Ana Raquel López Arango (Luarca)

La soledad, sentimiento universal, no hay ser humano al que no haya acompañado en algún momento de su vida, asida a él con mayor o menor firmeza, incluso conducente a la desesperación. Atrapada su víctima, en los casos más severos, enerva el alma del doliente y, en la noche y a la luz del candil, proyecta las sombras chinescas traídas de la memoria, restos de la zozobra existencial. Al alma lacerada nada le es dado esperar, sólo noches sin fin y, en la almohada, la huella de una ausencia, al tiempo que el vuelo del murciélago dibuja en el horizonte la nada más absoluta, la de la última hora, la fatal. Del alma lacerada es la noche más ondulada si cabe cuando la otra persona, a quien cubre la misma sábana, es tan desconocida como lo son, entre sí, los vértices de elipse.

Este cuadro, más propio de adultos abandonados por su pareja o que sufren la indiferencia de ésta, se reserva el mayor dramatismo cuando la sombra se cierne sobre adolescentes; pero muestra el aspecto más tenebroso cuando la densa y ondulada soledad cimbrea el alma del niño, quien, a pesar de su corta edad, percibe el gélido abismo de la infinita ausencia de la madre. Pero la soledad del menor merece que se le dedique sus propias líneas. Las presentes están concebidas para el alma del adulto, desgarrada por el filo del sinsentido, del absurdo estar ahí con otra persona, sin ser correspondida por ésta y sin esperanza de llegar a serlo; consiguientemente, para quien, en tarde de entrado otoño, desde el andén, ve cómo se aleja el tren, sin que por la ventanilla del vagón asome la mano que brinde su último adiós. Al necesitado, pues, de ser asistido en su desdicha y de alivio para el dolor en su alma lacerada le acontece el ser presa de la soledad, de una profunda soledad.

La soledad, objeto de estas líneas, no es la buscada, la del retiro voluntario, al encuentro consigo mismo, en ese espacio que el trasiego del día nos brinda, y tan vital para nuestra higiene mental o equilibrio anímico, como imprescindible lo es la correspondencia afectiva llegada de quienes son importantes en nuestra vida. No; la soledad, acerca de la que esta pluma escribe, es la llegada, encontrada, no deseada, impuesta y resistente a abandonar; la que enraíza en lo más insondable de nuestro ser, hasta acolchar el alma; la que hace de nuestros días páramos brumosos; la que inunda nuestras noches de ondulada melancolía. Para el doliente de soledad, la palabra de aliento no es suficiente; cómo serlo para quien es náufrago en el inmenso océano de su soledad.

La soledad, losa pesada sobre quien se siente enterrado en vida, sólo se entiende en la ruptura de una relación. No es lo relevante, para el doliente, el vosotros, sino el tú, concreto, real, con perfil bien definido. Es de ese tú, del tú que ha abandonado la relación, del que el sufriente de soledad espera la mano extendida a la que asirse en el abismo de la desesperación. Sólo el gesto atento y amable, recibido de la persona amada, le puede aliviar la agonía sufrida y, con ello, elevarle allende lo sublime. ¿Acaso no es el tú, el que, con su ausencia, inunda el quebrar de cada alba? ¿No es, acaso, la crueldad de la indiferencia, llegada de la persona amada, fosa en vida para el doliente de soledad?

La persona afectada por la ruptura, una vez es amamantada en la soledad y en un primer momento, descúbrese a sí misma en la ingenua convicción de poder fajar, por ella misma, el golpe recibido. Sin embargo, una vez presa de la soledad, el espejo le devuelve la imagen de la debilidad, de su humana debilidad: ya no hay lucecitas que brillen en el árbol de Navidad, ni regalos prendidos en sus ramas y, más desalentador si cabe, sin las sonrisas que las adornaban. En el agua del manantial ya no se ve titilar brillante al sol.

Hasta aquí nos hemos asomado a quien la vida le ha ofrecido -para luego retirársela- la oportunidad de beber en el manantial de agua fresca; ha tenido la fortuna de una relación correspondida, aunque, posteriormente, el duelo por abandono le haya conducido a sucumbir en el desmoronamiento moral y verse náufrago en la melancolía. Más dolorosa lo es la experiencia de quien, ya en la cuna, sólo le ha sido dado mamar de los vacíos senos de la soledad. Se trata de aquellos a quienes les ha sido dado conocer el lado oscuro del rostro humano: lo monstruoso no es tanto que otros te hagan daño, incluso el peor imaginable; no, lo monstruoso, por su naturaleza, es que una madre le niegue a su hijo el sustento fundamental, el amor. En el primer caso, se trata de dos conciencias formadas, de forjado más o menos consistente, pero conciencias que lo son de la realidad que han decidido vivir y del drama que han elegido representar; cierto que para quien deserta o traiciona es drama buscado, para el desfavorecido, en cambio, encontrado, impuesto. El segundo caso, en cambio, es el de la fatalidad, trágica fatalidad.

Ana Raquel López Arango, psicóloga y logopeda

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