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Digamos no al TTIP

6 de Octubre del 2015 - Juan Antonio González Alonso (Oviedo)

El pueril razonamiento de sesudos economistas neoliberales apoyados por unos cuantos mal llamados socialdemócratas consiste en afirmar que si el comercio internacional fuera liberado de leyes y trabas políticas -es decir, de la propia democracia- reconduciría a una nueva y más profunda división del trabajo internacional, lo que daría lugar a una mayor productividad y crecimiento económico, desembocando en la creación de empleo y bienestar social; bien, pues éste es el nudo gordiano de la defensa del secreto Tratado de Libre Comercio entre EE UU y Europa, el llamado en sus siglas inglesas TTIP (Transatlantic Trade and Investment Partnership). Éste es el tratado añorado por el club Bilderberg, por Davos y por todas las empresas multinacionales del mundo, que les molestan las leyes laborales, los derechos humanos, la conservación de la naturaleza y la mínima expresión democrática, incluida el pálido parlamentarismo que nos gobierna.

Hace tiempo, el economista liberal inglés David Ricardo (1772-1823) ejemplificaba el libre comercio internacional con el acuerdo que Inglaterra y Portugal habían firmado a principios del siglo XIX; en el acuerdo se intercambiaban dos producciones: una, de paño y lana, por parte de Inglaterra, y otra, de vino, por parte de Portugal. La consecuencia a medio/largo plazo fue la aniquilación de la industria del paño y de la lana portuguesa, porque no es lo mismo intercambiar una producción con valor añadido con otra que no lo tiene, porque, si bien las mercancías se venden en un mercado mundial, se producen en una formación social determinada, porque los diversos desarrollos económicos son desiguales y combinados, porque toda producción no tiene la misma composición orgánica del capital, porque unas producciones respetan el entorno natural y otras no, etcétera y un largo etcétera, que la obviedad y el sentido común nos ponen de manifiesto, sin ninguna necesidad de ser experto del libre mercado gobernado por esa mano invisible atribuida a Adam Smith.

En 1992, Canadá, EE UU y México firman el NAFTA (North American Free Trade Agreement), también conocido por sus siglas en español TLCAN (Tratado de Libre Comercio de América del Norte) que, a la sazón, entra en vigor el 1 de enero de 1994, justo cuando brota la revolución neozapatista en Chiapas (México); dicho tratado, en esencia con la misma filosofía del TTIP, permite el libre comercio entre bienes, servicios y capitales -pero no de personas- entre los aludidos países. ¿Qué se puede decir del NAFTA a estas alturas?, ¿quién gana y quién pierde con la firma del NAFTA? Pues hay que decir que si bien en un principio se anunció la creación de 20 millones de empleos, en realidad se destruyó un millón, gracias a las deslocalizaciones, que bajaron los salarios y demolieron la red de empresas locales, además de aniquilar la agricultura mexicana. Sí, porque las multinacionales distribuyen mal la riqueza y hacen al rico más rico y al pobre más pobre; en Europa, el TTIP hará más rica a Alemania y más pobre a Grecia, conduciendo de esta forma a una Unión Europea menos social, menos homogénea y más dual.

El TTIP es un monstruo de mil cabezas que para crecer y vivir necesita de los acuerdos a puerta cerrada, de una falta absoluta de democracia y empoderamiento ciudadano, además de una justicia propia ad hoc que vele torticeramente por sus intereses particulares. Al TTIP no le gusta la tienda de barrio porque él es y representa el totalitarismo de mercado de las empresas multinacionales. Negociar es participar en un asunto turbio, por eso es preciso decir claramente no al TTIP.

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