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La nostalgia y la esperanza, él y su circunstancia

6 de Octubre del 2015 - Marino Iglesias Pidal (Gijón)

Hay algunas cosas sobre las que no cabe generalizar porque son patrimonio exclusivo de la individualidad. Es el caso de los sentimientos, de los que únicamente podría hablar con conocimiento el que los experimenta, a veces aun sin conocer la causa, pues los sentimientos son el efecto. De ahí que la nostalgia sea la mía, al igual que lo es la esperanza, la carencia de ella, siendo yo y mi circunstancia los que hablamos.

Creo que la nostalgia y la esperanza son inversamente proporcionales. Es más, casi me atrevería a decir que experimentar ambas en grado superlativo al mismo tiempo es imposible. Parece como si la esperanza quisiera jugar a un escondite perverso con la nostalgia, se muestra verdaderamente sádica, debe disfrutar no dejándose encontrar, mientras que la nostalgia crece y crece alimentada por aquello de lo que carece: la esperanza. Y al igual que si no te alimentas crecerá la inanición hasta matarte, la nostalgia, supongo que, sin el freno de la esperanza, podrá degenerar en desesperación o en una aceptación fatalista de tu destino, algo así como la muerte en vida.

Y todo porque el hombre es él y su circunstancia, cuestiones que también veo inversamente proporcionales, y cuanto más se incline la proporción a favor de una circunstancia negativa insalvable, de inexorable avance, mayor será la losa que aplaste él. Un él que llegará, por fuerza, a verse sólo e imposibilitado para luchar contra la circunstancia adversa, sin más alternativa que la de los mecanismos que ha creado la sociedad para, después de cincuenta años cotizando a la S. S., cubrir sus necesidades básicas, al menos las mínimas para sobrevivir: comer, tener un techo y cuatro paredes para guarecerse, no sólo de las inclemencias del tiempo, también de ciertos engendros no infrecuentes en nuestra suprema especie, y entre esas cuatro paredes disponer de los servicios de agua, luz, etcétera. Y dado que, según dicen, disfrutamos de un estado de bienestar, pues bueno, no creo que pudiera considerarse un lujo el teléfono, la televisión.

Pero, realmente, ¿quiénes, de los 46 millones y medio que habitamos esta España, disfrutan del tan cacareado Estado de bienestar? Sin duda no menos de quinientos mil políticos, entre representantes públicos y otros entes colgados de la misma teta desde distintas administraciones, instituciones, empresas públicas, partidos políticos, sindicatos, etcétera, etcétera. La inmensa mayoría, y más, ávidos lecheros e incansables y furtivos catadores insaciables que, reducidos a su número necesario y en ejercicio probo de sus tareas, permitirían, por ejemplo, unas pensiones mínimas dignas y que los aspirantes a pacientes de la S. S. no fenecieran durante los años de espera que puede suponer una cirugía o el diagnóstico de un especialista.

Naturalmente que también disfrutan del Estado de bienestar empresarios y unos cuantos, llamémoslos bien empleados, porque hay millones a porrillo mal empleados, verdaderos funámbulos de la economía, además de los más de cinco millones de parados que ni de un fino alambre disponen para caminar sobre él, y de los jubilados con la pensión mínima, que ya no están para más que caminar sobre suelo firme y plano, y que si se mantienen en pie se debe mucho más a la ayuda del bastón que a la de la S. S.

Y cuanto más transito el camino, que inexorablemente conduce al punto final, tan alejado ya del supuesto libre albedrío, sólo presente en la nostalgia, y más se pone de manifiesto la disparatada trayectoria de la sociedad en que vivo, más reniego de la circunstancia que ella me ha creado y, naturalmente, de ella misma.

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