Un exvoto excepcional en el Santuario de Arbazal
Octubre es el mes del Rosario. Ello me da ocasión para la reflexión que sigue, que quiero vincular a esta devoción mariana. Esta mañana he visitado con un grupo de cristianos y creyentes el santuario de la Virgen de las Angustias, de Arbazal, parroquia de San Bartolomé de Puelles. Su iglesia, esplendorosa, magnífica, cargada de años, desde el Prerrománico lejano hasta los esplendores del Barroco, se proyecta hacia un futuro cargado de esperanzas. Los devotos de las nuevas generaciones heredarán el testigo de la continuidad y de la devoción.
La imagen de las Angustias, con el Hijo muerto en brazos, invita a devoción. Exvotos de blanca cera colgaron en las paredes del santuario. Mortajas y hábitos eran el distintivo de los “ofrecidos”, que se encomendaban a la Señora de aquellas alturas, proyectadas sobre el monasterio de Valdediós. Al lado de la iglesia, luciendo el escudo de los monjes bernardos cistercienses, el “Mesón”, que habían levantado los monjes de la cercana abadía del Cister, como “infirmarium” o enfermería para los ancianos de la comunidad, para quienes resultaba demasiado dura la climatología cargada de humedad del recinto monástico de Valdediós. Seguramente también para albergue de peregrinos que tomaban el Camino de Santiago, subiendo a las alturas de La Campa, para retomar el que, pasando a través de la Ribera, les ofrecía hospitalidad en la hospedería monástica.
Con mis acompañantes recé la Salve, deleitosamente afloradas a los labios las palabras sublimes de San Pedro de Mezonzo para la “Reina y Madre, María”. Con regusto a mieles llenaban nuestra bocas las voces que, bajo las vetustas bóvedas del Santuario, dejaban sabor a gloria del cielo. Parecíate que, de un momento a otro, podía emerger en la penumbra del santuario la vieja cogulla de algún monje bernardo, dando lugar a posibles conexiones del hoy con el ayer.
Fuera, el viejo reloj de sol de los siglos, con su gnomon inalterable continuaba marcando, inexorable, las horas y los tiempos, cual si quisiera dejar nota y apunte de los días y las horas, destacándose en la vetustez de sus años, a modo de un dedo perennemente extendido, que marcara, digo, delator, la hora de la misa de doce o los tiempos de los días, otrora delimitados por Horas Litúrgicas de tercia, sexta nona y vísperas, por misas y por rosarios de devoción.
Subtítulo: La armadura de un soldado de Lepanto
Allí, en cercanías de la “Santina de Arbazal”, mi mente voló largo, a cientos de leguas, hasta el golfo de Naupacto, en la Grecia inmortal, cuando descubrí, cual exvoto cualificado y singular, que colgaba en las paredes del santuario, una armadura metálica -férreos peto y espaldar, acompañados de una aguda pica-, que habrían salvado al bravo guerrero y soldado que los portaba de perecer en la batalla de Lepanto, motivante a lo que parece del exvoto ofrecido, en acción de gracias, a la Virgen de Arbazal.
Regía la Iglesia el Papa Pío V. Venecia se hallaba representada por la Señoría, para apoyar la Santa Liga de las armas cristianas, mientras que el peso y responsabilidad caía sobre don Juan de Austria, en nombre del Rey de España, Felipe II. Ambas armadas, la de los otomanos y la de los cristianos, entraron en feroz contienda en el golfo de Lepanto. La victoria se inclinó del lado de las armas de la Santa Liga.
La batalla de Lepanto ocurría un 7 de octubre de 1571 y al decantarse la victoria a favor de las Armas de la Liga cristiana se entonaron Te Deums de acción de gracias, por todos los ámbitos de la cristiandad. El Papa instituía, en conmemoración del triunfo, la fiesta de Nuestra Señora del Rosario, en el primer domingo de octubre y parece que, en medio de tales avatares, añadió a la Letanía Lauretana la invocación “Auxilium Christianorum” (Auxilio de los Cristianos), vinculada, desde el momento, a la plegaria y letanía de los fieles cristianos, cuando rezan el Santo Rosario.
Allí me resultó sumamente grato recordar al valiente guerrero lepantino, testigo de una tradición nunca puesta en duda, respecto a la presencia del exvoto, con su armadura y su pica, para agradecer a la Santina de Arbazal la protección de Ella implorada, que, había animado al guerrero cristiano, al soldado, quizás arbacelense, vuelto a casa sano y salvo, a dejar en el Santuario de su Virgen del alma, la armadura, que había portado en el momento histórico de la batalla de Lepanto.
Días de visita en el golfo naupactiano, años ha, en un viaje memorable a Grecia, con el padre Venancio Marcos y con Mariano González Aboin, corresponsal en Londres de Radio Nacional de España, agitaban en mi mente pensamientos y recuerdos, que me llenaban el alma, rememorados allí, en aquel hoy de la continuidad, los aconteceres sugeridos por la vetusta armadura, que, en Lepanto, había conocido la victoria de la cristiandad.
Hacía reviviscencia también del famoso, sobre toda ponderación, Manco de Lepanto, don Miguel de Cervantes Saavedra, el autor de la obra cumbre quizá de las Letras Españolas, Historia del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, el libro que, juntamente con la Biblia, más ediciones cosechó en el mundo, siendo traducido a todos los idiomas y lenguas conocidos. Una de las ediciones más buscadas es la que fue publicada en latín macarrónico por el clérigo gallego, don Manuel Calvo, “cura de misa y olla”, según él mismo se confiesa en la portada de sus ediciones de la Historia Domini Quixoti Manchegui, per Emmanuelem Calvum, del que, por azares diversos, paran, en mi personal librería, sendos ejemplares de las dos ediciones, que conoció tan inusual traducción.
Ya ves cuál los exvotos de los santuarios pueden ser testigos de sucesos y circunstancias las más inesperadas, como ésta del soldado y su armadura, que un día vivió la gesta de la Batalla de Lepanto y que tuvo recuerdo tan entrañable para su “Santina del alma”, la Virgen de Arbazal, depositando ante ella su armadura en aquella memorable batalla.
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