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La Bibliotecaria de Dios Sor Antonia Aragón Parra, IN MEMORIAM

10 de Noviembre del 2015 - Rodrigo Huerta Migoya (Porceyo (Gijón))

En la Jornada del Domund, tres días después de clausurar en V centenario de Santa Teresa, y con el buen sabor de boca de la aún reciente festividad del fundador, el buen Dios ha llamado a su seno a Sor Antonia Aragón Parra, la bibliotecaria de Dios.

Quizá esta fue su obra más pequeña, pero la que con más cariño recordamos los alumnos de mi promoción y de otras tantas del Colegio San Vicente de Paúl de Gijón, su último destino y misión. Aquí vino a vivir, sirviendo hasta morir la friolera de cuatro décadas, por lo que casi era asturiana de adopción. Más era evidente que no era asturiana; su acento, con ese seseo imposible de camuflar, su arte y alegría vital la delataban: era una andaluza de pura cepa.

Con noventa y cuatro años a sus espaldas, muy atrás dejaba ya las andanzas juveniles por aquellos campos de vid y hierbabuena a la sombra del convento de Jesús Nazareno, fundado por su tocaya, la Madre Antonia de Jesús en mil seiscientos sesenta y séis. Sin embargo, esta hermana nunca renegó de sus raíces, sino que conservó con mimo en su corazón los recuerdos de su amada Chiclana, dónde escuchó la voz del Señor queriendo contar con ella para la misión.

La Providencia nos la trajo a la Villa de Jovellanos en mil novecientos setenta y cinco, dónde pronto se adaptó a una realidad social y espiritual que en nada se asemeja a la del sur de nuestra España ni a la esencia gallega de la que en su anterior destino procedía. Su existir fue todo para los pobres a los que ayudó con su oración y con sus manos allá por dónde pasó. Pobres de espíritu, de bienes materiales y de conocimiento. Por su cualificación y carisma, fue destinada a la enseñanza a lo largo de toda su vida consagrada, primero en Tui, luego en Mondoñedo, después en Bueu y finalmente en Gijón.

Ciertamente, han sido y son muchas las obras que las Hijas de San Vicente y Santa Luisa han desempeñado y desempeñan en esta ciudad, sin embargo, la Comunidad del Colegio San Vicente, junto con la Cocina Económica y la atención a los enfermos del sida (cuando nadie se atrevía a ello) serán siempre en la memoria de los ciudadanos los grandes referentes de la labor de su Congregación en esta localidad. Pensar en el Colegio y el ropero de la calle Caridad, es rememorar una historia de amor recíproca entre unas monjas que todo lo dieron por el barrio, y un barrio que desde el primer instante -y siempre- las quiso. Pasa así esta Casa de ser una residencia pequeña de verano para las niñas internas en Oviedo a una Casa-Colegio dónde las religiosas fundaron Comunidad para trabajar por aquellos gijoneses que cada estío las esperaban como agua de mayo. La Virgen Milagrosa obró también su milagro facilitando la venta de los terrenos anexos que posibilitaron la Fundación.

Entre esas paredes con historia, acariciadas por el salitre y el nordestín, pasó sus últimos años de existencia esta mujer que jamás dijo una palabra de más y que siempre se situó, como dice el evangelio, en el último puesto para no tener luego que apartarse, sino ser invitada a un puesto mejor.

La vida de esta Hija de la Caridad fue un fiat constante que año tras año renovó no sólo en la liturgia de la Anunciación (llamado "Día del sí de las Hermanas") sino en cada pequeña encomienda o encargo que sus superioras le confiaban. En su forma de ser, austera y diligente, se vislumbraba aquello que la Santa de Ávila decía: Que gran bien es para el alma no salirse de la obediencia.

Ahí nos deja su mimada biblioteca, catalogada con esmero sobre el papel y la memoria Parece que aún la veo sentada en su mesilla, anotando con su letra hermosa y barroca los préstamos en fichas, mientras comentaba el último libro llevado o recomendaba otro para la próxima.

Acérrima custodia y protectora de los libros, era, sin embargo, mujer confiada y segura, por lo que no era de extrañar ver su juego de llaves colgando bajo el pomo de la puerta en un llavero con la imagen de su patrono, el santo de Padua.

Ya muy mayor, la relevó en el cargo Sor Carmen Lorenzo, dedicándose ella a las guardias en la portería y otras pequeñas faenas en la Comunidad.

Sor Lucia Caram, al titular su libro "Mi claustro es el mundo", no nos descubrió nada nuevo ni puso una pica en Flandes, pues ya en el siglo XVII, San Vicente había resumido así la regla de vida de sus hijas. También dicen las Constituciones: sea la Parroquia su capellanía, y así lo cumplió nuestra hermana siempre fiel (mientras las fuerzas se lo permitieron) a su misa de once en San Lorenzo, dónde entraba sigilosa con su hábito impoluto, participando con unción de la celebración. Jamás la vi en los primeros bancos, a pesar de sus problemas de vista, si acaso, en el noveno o más atrás. En esta Iglesia parroquial fue despedida y puesta en manos de Dios. Allá, en lo alto del cementerio del Sucu, espera en la compañía de tantas hermanas que la precedieron, la resurrección de la carne.

Ojalá vidas como esta, tan desapercibidas como fructíferas, anime a muchas chicas jóvenes a dar sus vidas sin reservas, de forma que nunca nos falten en nuestra sociedad estos ángeles de Caridad.

Gracias Sor por haber sido bibliotecaria de Dios y tejedora de un manto de color para un mundo frío y en blanco y negro.

Descanse en Paz.

Rodrigo Huerta Migoya

Porceyo

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