La banalidad del mal
Una vez acabada la II Guerra Mundial, el mundo horrorizado ante el nazismo se apresuró en calificar a Hitler y a sus seguidores como locos, dementes, perturbados... Tiempo después y con el objetivo de comprender el fenómeno, para no repetirlo, estudios en diversos ámbitos trataron de identificar las causas del mismo. Entre ellos se encontraba Hannah Arendt. En su libro Eichmann en Jerusalén analiza la figura que ideó la Solución Final. Desmitificando el fácil argumento de la locura, nos explica cómo varios psicólogos no encontraron ningún rastro de enfermedad mental, ni tampoco pruebas de una personalidad anormal en el miembro de las SS. En palabras de Hannah Arendt, Eichmann era "terriblemente y temiblemente normal".
Hoy, como hace 70 años, nos apresuramos en repetir idénticos calificativos con los terroristas de París. Inconscientemente evitamos intentar comprender los orígenes y causas de la problemática, nos negamos el deber de encontrar soluciones y, por consiguiente, nos condenamos a reproducir y multiplicar el fenómeno. Como bien sostiene J. Galtung, además de la violencia directa, la visible, existen otros dos tipos: la cultural y -la peor de todas, la que más mata- la estructural. Nosotros, como sociedad occidental, somos principales generadores de las tres, aquí y allí. Centremos el debate en estas cuestiones, preguntémonos que podemos hacer nosotros y no respaldemos los discursos que justifican cualquiera de ellas. Poniéndonos una venda en los ojos ante la violencia estructural, contribuimos a continuar con el asesinato directo o indirecto de personas en Níger, Beirut, Bagdad o París. Reflexionando sobre todas sus tipologías, y actuando en consecuencia, nos curamos contra la barbarie.
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