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El pensamiento político de Heráclito

17 de Noviembre del 2015 - Juan Antonio Sáenz de Rodrigáñez Maldonado (Luarca)

En el pensamiento político de Heráclito se observan dos aspectos. El primero es de carácter personal. Hombre prudente, consciente de los males que acechan a las familias distinguidas y a los hombres de valía, cede a su hermano el derecho de sucesión en la realeza y acabó por convertirse en un misántropo, retirándose del mundo y viviendo en el monte. Desconfía Heráclito de la condición humana, a la que considera "irracional... según su modo de ser propio", y está convencido de que a las obras de los hombres acompaña siempre el infortunio. También influye en él y, consiguiente, en su concepción política la circunstancia que le tocó vivir a su amigo Hermodoro, víctima de los desórdenes sociales. Heráclito pudo comprobar el desafuero del demos en la persona de su amigo Hermodoro, a quien condenan al ostracismo: "hombre de entre ellos -escribe Heráclito- el de más valía, lo echaron a destierro, proclamando: de nosotros no haya uno que sea el de más valía, y si lo es, a otra parte y con otros". No oculta el juicio que le merecen los "durmientes" o demócratas, de los que dice que sólo buscan ponerse "hartos tal como reses de ganado". Abomina, pues, de la democracia, no por una profunda convicción en la soberanía del individuo, sino por la probada inclinación de la mayoría numérica o demos al despotismo y a los desafueros. Testigo de que nada inocente hay en la "turbamulta", no debe sorprender el que escribiera, pensando en sus conciudadanos demócratas, que deberían "ahorcarse todos y dejarles el gobierno de la ciudad a los menores". Su crítica al régimen democrático está motivada por el deseo de que se restituya la Costumbre y las leyes de ella nacidas: "Ha de luchar el pueblo -escribe Heráclito- sobre y por la ley, por la bien ordenada al menos, tal como sobre y por la muralla". Así como la muralla sólida protege de las amenazas externas, la buena ley protege a los ciudadanos de los enemigos de la patria y de la guerra civil.

El segundo aspecto es de carácter filosófico. Heráclito vincula el pensamiento jurídico a la especulación ontoteológica. El que Heráclito se oponga a un régimen democrático se debe, como líneas más arriba hemos dicho, no a que en él se dé la conciencia clara y el reconocimiento de lo que representa la soberanía del individuo -conciencia y reconocimiento que hay que esperar al cristianismo para asistir a su amanecer-, sino a una determinada concepción ontoteológica, expresión del fatalismo y del sentimiento trágico de los griegos, y que Heráclito expresa así: "todas las cosas suceden según destino... según una cierta necesidad predestinada... pues están de todos modos repartidos los destinos... a los unos hizo esclavos, a los otros libres". Este modo de pensar es incompatible con la convicción en la libertad individual y en la condición de sujeto moral del individuo. Si la crítica al modelo democrático hubiese estado guiada por la convicción en la naturaleza libre del individuo, tanto Heráclito como los otros pensadores habrían exhortado a sus conciudadanos a desconfiar del poder y de sus representantes, para así preservar la libertad individual.

Efectivamente, Heráclito no fue demócrata: "Ley es también obedecer a la voluntad de uno solo... Uno para mí diez mil, si es el mejor". Pero sí hizo de la política un asunto de creencia, como todos los pensadores griegos. Exhortaba, pues, a tener fe en el gobernante ideal que pondría término a los males de la Ciudad. Es éste el modo propio de conducirse las mentes autoritarias, que convierten la cuestión "quién debe ejercer el poder" en el problema fundamental de la reflexión política. No, en cambio, es éste el caso cuando se parte de la perspectiva de la libertad individual, la que convierte en objeto de la reflexión el señalar los límites del poder. Mas este enfoque no se encuentra ni en Heráclito ni ningún pensador griego. La conciencia de contrapoder, de resistencia a los abusos de poder y a las injusticias, es de naturaleza cristiana: mi reino no es de este mundo... Yo para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad (Evangelio de S. Juan, 18, 36 y 37).

A Heráclito no dejaron indiferente las disensiones sociales, la injusticia y otros males que aquejan a la Ciudad. Cómo, pues, se pregunta Heráclito, pueden estos males tener lugar cuando "común es a todos el pensar". Si "lo común de todos" y "de las cosas todas" es la ley "divina una y sola", sorprende que los hombres no hayan logrado darse leyes inspiradas en aquella, "la divina", cuando sólo es necesario, a tal fin, "con sentido común razonando", alcanzar acuerdos que hicieran posible el "bienestar". Ante el estado de la cosa pública, de la insolencia y arbitrariedad del demos, Heráclito se lamenta de que "siendo la Razón común, viven los más como teniendo un pensamiento privado suyo". Mientras que la "Razón" hace ver que sólo "hay un mundo u ordenación único y común o público", la "turbamulta", ajena a este saber, se conduce al dictado de su capricho, como si nada sagrado existiera por encima de la mayoría numérica, como si no fuese obligación respetar las leyes.

Para Heráclito, la fatalidad parece ser lo reservado como destino de la Polis. Los elementos necesarios que confluyen, para que así sea, son los siguientes: el modo irracional de ser del hombre, que se pone de manifiesto en su inclinación a configurarse en turbamulta, cuando se asocia con otros; el hecho de que los individuos se dejen conducir por los "ojos y oídos de quienes tienen espíritus bárbaros..., que no hablan lengua de razón"; en tercer lugar, los demagogos que, a su vez, "por maestro toman a la turbamulta", y, por último, "los más", los que como "perros ladran", que tienen por sabios a los que "no hablan lengua de Razón".

Heráclito, sin caer en la cuenta que el poder, sea el ejercido por uno, "el mejor", sea el de la "turbamulta", poder es, y mientras no se levanten diques de contención al ejercicio del poder, ningún individuo ni la Ciudad se verán libres de la arbitrariedad y de los excesos a los que es dado por su propia naturaleza. Heráclito, pues, convierte la política en materia de fe. De ahí que, a pesar de la condición humana, no pierda la esperanza en conducir a "los otros", a "los más", al mundo de "los despiertos", para que guíen sus vidas según "lo Inteligente y común", y adquieran "la cordura". Esta cordura consiste en que el demos llegue a respetar las leyes nacidas de "lo inteligente", que todo lo gobierna, así como que acepte que lo recomendable es, "según Razón", "obedecer a la voluntad de uno solo... si es el mejor".

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