Un rigor intimidante
La propuesta del ministro de Educación de fijar el sueldo de un profesor según el rendimiento de su clase no puede ser más rebuscada y, por rebuscada, enojosa. Se me ocurre la comparación de un restaurante que se viera obligado a modificar el precio de sus productos con arreglo al logro alimenticio de sus clientes. ¿Dónde vivimos y qué "topinada" se aproxima?
Tampoco es de recibo que alguien llamado filósofo y con larga experiencia en la didáctica, José Antonio Marina, sugiera para el docente los calificativos de bueno y malo según estimaciones de expertos; hechos impropios de pensadores o maestros y sí de políticos. Las delegaciones de Educación actúan convenientemente en muchos casos, pero en otros tantos aturden con una soflama burocrática que a los profesionales les quita las ganas de trabajar. La propuesta de Marina podría desembocar en los regímenes totalitarios que hicieron estremecer a Europa hace setenta y cinco años con sus severas clasificaciones.
No cabe duda de que al profesor se le debe exigir tres cosas: una competencia académica que dentro del aula se manifieste en una explicación clara y metódica; una autoridad donde no haya sobrevaloración ni discriminación hacia los alumnos, y una disciplina construida en normas básicas de respeto. Sin embargo, valorar exclusivamente a un profesor y a una escuela por las notas de sus alumnos es parcialista, pues se sabe que la calificación nunca refleja totalmente el aprendizaje y el talento en determinada asignatura. La cantidad de conocimientos aprendidos y datos asimilados no es indicio de un rendimiento escolar; sí, en cambio, el desarrollo de las facultades, el gusto por la cultura, la intuición, la introspección y, sobre todo, la ética y el civismo. Pero estas cosas no se pueden enumerar, medir ni pesar.
Marco Antonio Molín Ruiz
Huelva
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