Homenaje a París
Acaba de amanecer. El río discurre de manera apacible y mansa. Sobre la piel del agua se reflejan las torres de Notre Dame y la aguja metálica de la Tour Eiffel. Quasimodo está tocando a maitines y el clamor del bronce se extiende corriente abajo como un bello manto musical: “El Sena no es un río, sino el alma de París” (André Gide). Gavroche –el chico de la calle– enreda con otros niños, tan míseros como él, tirando piedras desde la orilla. De Menimoltant llega una hermosa balada de amor. Es la voz de la “Môme” Piaf que canta como un ruiseñor mañanero. La “Vida en rosa” trae perfumes de las manzanas de Normandía, el olor de los vinos de Burdeos y la alegría de la existencia. Ocho hombres, que ni sienten ni padecen, caminan por las Galias con pasos decididos y firmes, resueltos y silenciosos por el sendero de la muerte y de la nada.
Los dos amigos toman café en una de las terrazas del Boulmich y con gesto serio lamentan los sucesos de España. Días pasados la Legión Cóndor bombardeó Guernica hasta hacerla cenizas. Pablo Ruiz Picasso ya tiene casi terminado el boceto del lienzo que va a dedicar a la tragedia; Pablo Eluard también dio comienzo a su poema sobre la hermosa villa vasca: “Gran mundo de tugurios, de la mina y de los campos…”.
Los fanáticos, asesinos y cobardes hijos del Estado islámico –¡que Alah los confunda!– ya hace algunos meses que han preparado la masacre. Sólo ellos conocen la noche sangrienta que se avecina sobre lo que será la “Capital del dolor”, título de uno de los poemarios del Pablo humanista, amante de la Paz y vecino de Saint Denis.
El río continúa llevando sus efluvios bajo los puentes y al llegar al Pont Neuf se detiene para escuchar el acordeón de Eduard Dulait y los versos de Cezar Viziniuck: “Bajo los puentes de París he visto correr tranquila el agua, doblarse su cintura mansamente hacia la calma”.
Hemingway y Julio Cortázar juegan con unos niños a la rayuela en los jardines del Trocadero, mientras París es una verdadera fiesta de luz y hojas policromadas.
Los “bouquinistes” de la “Rive gauche” exponen sus libros, acarician sus hojas y miran las hojas del otoño sobre el río. Otras parecidas las contempla Víctor Hugo en el Jardín de Luxembourg, al tiempo que escribe una meditación premonitora: “¿Has visto caer las hojas muertas en un día de otoño? Así caen las almas todos los días hacia la eternidad; un día, la hoja muerta lo serás tú”.
Portan la muerte en los ojos y el odio en las entrañas. Quien lleva rencor en el alma también lleva consigo la desgracia de vivir. Allá en Faluya una madre amamanta a su hijo con leche de guerra y de venganza. Un día, legionario de una causa perdida, degollará a un niño. Asesinará a un hombre. Violará a una mujer.
SUMARIO: Una visión artística y literaria de la capital del dolor
Con la bella mañana los pintores de Montmartre han madrugado y ya dejan sobre sus lienzos los colores impresionistas del otoño y otras luces. Abajo en el Marais, Orlando Pelayo –amigo del alma y de Teverga, lugar donde me nacieron–, se afana con un verde y otros dando vida a una Asturias surrealista. Un poco más allá, Delacroix pinta La Libertad, con sus pechos desnudos y al viento una bandera a la vanguardia del Pueblo francés.
Han sido bien seleccionados, aleccionados y entrenados en el Daesh, allá en tierras de Luzbel. Son hombres sin infancia, ni sonrisa en los labios. Todo lo destruyen a su paso –Palmyra, mon amour– matando niños, violando mujeres, decapitando en público y mostrando las cabezas cercenadas, como sangrientos trofeos, en nombre de la Sharía.
La Mater Sorbona ha abierto sus puertas y los estudiantes acuden a la lección diaria. Entre página y página no habrán de faltar –Rousseau, Montesquieu, Voltaire, Danton… en el recuerdo– los principios de Los Enciclopedistas: tolerancia, respeto, dignidad, autocrítica, y la Paz perpetua bajo los emblemas, en la pechera de cada uno: libertad, igualdad y fraternidad. Algún día serán hombres y mujeres de provecho y de amor al prójimo y al próximo. En el Boulevard Raspaïl también la Alianza Francesa –mi vetusta y querida escuela– ya tiene sentados en sus pupitres a decenas de estudiantes que llegan del mundo entero para leer y escribir la lengua de Molière. Mientras que Vigny escribe “La muerte del lobo”, otros lobos portando bombas y mortíferas armas automáticas han llegado a la ciudad luminosa y se aprestan para dar el golpe mortal a dentellada limpia. Cinco lugares son los espacios escogidos, allí donde un viernes “au soir” los ciudadanos salen a degustar la vida entre bailes, cervezas y comidas.
María Casarès –nacida en la España de todos– ensaya con Gerard Philippe y André Falcón el “Ruy Blas” de esta noche. Nana Mouskoury, Jean Ferrat, Georges Moustaki, Leo Ferré, Aznavour, Serge Reggiani, Mireille Mathieu… trabajan sobre sus pentagramas con poemas y arpas. Edith Piaf hace ya algunos años que se fue a descansar al Père La Chaise; Jacques Brel prefirió el azul de una isla perdida en el Pacífico y Brassens se fue para siempre con su guitarra a orillas del mar Mediterráneo. Baudelaire escribe su “spleen” diario; Zola está en las tierras del Norte haciendo suyas las miserias de la familia de Maheu y otros mineros; de Saint-Exupery no nos quedan más que el príncipe y la rosa; bueno, y tambien el zorro y la serpiente. Chateaubriand y Prévert andan por Bretaña; uno escribiendo sobre “Cristianismo y paganismo” y el poeta le está dedicando unos versos a Bárbara en aquella tarde que llovía a cántaros sobre Brest. ¡Ay, el “armor”, el “arcoat” y sus helechos bien merecen como París una misa! Henri Beyle, quiero decir, Stendhal, lleva la mitad escrito de su “El rojo y el negro”. También se me antoja como un presentimiento de luto y de sangre. Si los padres hablaran con sus hijos y las progenituras escucharan a sus padres, como lo hace Julián Sorel en el libro, tal vez la luz de la media luna sería diferente. Pero para estos hijos de nadie, perversos y malvados no sirve el don de la palabra. Ya está todo preparado. Declina el día y el terror se ha instalado entre las calles Bichat y Alibert. No habrá carillón que alerte ni una bella danzarina camboyana que los disuada. La suerte está echada. Otros lo hacen en La Fontaine au Roi, en el boulevard Voltaire, en Charonne y en el Estadio de Francia.
El Barco ebrio de Rimbaud se está yendo a pique y la alarma de los versos de Verlaine no serán escuchados ni por La Resistencia ni por nadie para evitar la masacre. Picasso pinta el terror de una madre con los brazos al cielo y el pánico de las gentes de Guernica en aquel día de mercado; Eluard pinta también, en negro sobre blanco, el corazón volcado de la nada.
Cae la noche sobre la ciudad y sobre el río también cae muerte y desolación. Las tinieblas se han instalado entre las luces y neones de la “Ville Lumière”. Hay alegría, amor, humor y baile en el viejo Ba-ta-clan, en la Casa Nostra, en la Belle Époque y el campo de fútbol es todo una kermesse. Son las nueve de la noche. Las nueve en punto de la noche y no quiero ver la sangre ni de Ignacio ni de nadie sobre la arena. Pero, de pronto el crimen armado hizo explosión y todo saltó por los aires entre lágrimas y pavor, dolor y miedo. Picasso ha concluido su lienzo. Habría de titularlo “Muerte en Guernica”. Eluard concluye su poema como una victoria:
“… Parias, la muerte, la tierra y la fealdad / de nuestros enemigos tienen el color / monótono de nuestra noche / pero tendremos razón”.
Las aguas del Sena bajan rojas y negras, pero hay sobre su piel la flor de la esperanza de Víctor Hugo: “… Mañana, cuando se levante la aurora y se cubra de blanco la campiña, me iré. Ya lo ves porque sé que tú me esperas…”.
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