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¿Cuántas bombas más hacen falta?

11 de Diciembre del 2015 - José Ramón García Castaño (Oviedo)

Desde que George Bush hijo, ese presidente de tan pocas luces, eterno aspirante al suspenso de aprendiz de poeta, declarase la guerra a Afganistán, acusando a ese país de estar detrás de los atentados de las Torres Gemelas de Nueva York, la situación en el mundo se ha vuelto más inestable y más insegura y peligrosa.

En Afganistán siguen mandando los señores de la guerra, y su régimen, atrapado en un oscuro y fatal feudalismo, tiene a la inmensa mayoría de su pueblo anestesiado entre la miseria y la ignorancia más absolutas.

Desde que se descubrió que el famoso "trío de las Azores", con sus servicios secretos y de inteligencia funcionando a pleno rendimiento, eran los únicos que ignoraban lo que todo el mundo sabía, la gente comenzó a albergar serias y justificadas dudas sobre la credibilidad de tantos gobernantes que manejan y manipulan a su antojo las vidas ajenas. Hoy Irak es un país arrasado y desestructurado en donde campan a sus anchas grupos terroristas afines a Al Qaeda y a la Yihad islámica.

En Libia había un sátrapa al que Europa había amamantado, soportado y también alabado, y cuando el tirano se volvió díscolo e incómodo, las grandes potencias decidieron derribarlo para disponer de un Gobierno más sensible a sus quereres y apetencias.

¿Qué es Libia en la actualidad? Para decirlo en corto y por derecho, un avispero de terroristas en donde va a ser casi imposible que algún día reine la tranquilidad.

¿Cuántas bombas más hacen falta para que se pare la guerra en Siria, con toda la sangría de víctimas mortales, de millones de emigrados y desplazados?

¿Cómo se pueden conjugar los intereses en la zona de países como Francia, Rusia, Estados Unidos, Inglaterra y otros más?

Cuando la sangre del terrorismo ha salpicado nuestras caras de cerca, hemos descubierto una guerra que ya llevaba unos cuantos años sembrando la destrucción y la muerte.

Si a la rabia y al acaloramiento de los muertos recientes reaccionamos sólo con la fuerza de las armas, esta batalla la tenemos perdida desde este mismo momento.

Se equivoca François Hollande como se equivocó George Bush, si lo que pretende es derrotar al enemigo únicamente en el terreno de la guerra. La cosecha contra el terror hay que empezar a sembrarla en la propia casa.

Se nos tendría que caer la cara de vergüenza al recordar el papel desempeñado por Europa en las llamadas "primaveras árabes". Algunas no duraron ni lo que dura una primavera y otras se convirtieron en tristes y oscuros inviernos con miles de muertos en sus calles y plazas y golpes de Estado con posteriores juicios sumarísimos plagados de falsas acusaciones y mentiras. En ese momento, Europa y el mundo miraron descaradamente para otro lado. Ahora estamos obligados a escuchar temerosamente las respuestas que nunca quisimos imaginar.

¿Quién vende las armas que tiñen de sangre nuestros pueblos y ciudades? ¿Quién financia ese terror ciego e irracional? ¿Cuántas bombas más hacen falta para que no tengamos que lamentar de nuevo las desgarradoras y escalofriantes escenas de París y de otros lugares en el mundo?

No podemos etiquetar a los muertos, los más cercanos nos pueden resultar más dolorosos, pero no olvidemos que son los países árabes quienes sufren en mayor medida las consecuencias del terror.

¿Cuántas bombas más hacen falta para que desaparezcan los guetos en muchas de nuestras grandes ciudades?

¿Cuánto cuesta otorgar nuevas oportunidades a aquellos que lo han perdido todo, a los marginados y apartados de una vida más justa e integradora, antes de que su única salida, al otro lado del túnel, sea la luz cegadora de los explosivos atados a su cintura?

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