El yelmo de Mambrino
El gran circo multicolor de la campaña electoral ya está en marcha y, como viene siendo habitual, los debates entre candidatos copan buena parte del interés y son presentados como la quintaesencia de la necesaria pluralidad y el súmmum de la democracia participativa. Po bueno, po fale, po malegro, que diría Makinavaja.
Sin pretender menoscabar la importancia que me merecen los debates en cualquier ámbito de discusión (no sólo en el plano político), percibo cierta grandilocuencia que creo hace necesario rebajar un poco el suflé y recomendar un poco más de mesura a los que tanto se llenan la boca loando los benéficos efectos de los debates políticos en la vida pública. O, recurriendo al más ilustre de nuestros caballeros andantes: Llaneza, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala, pues las más de las veces, tras la puesta en común de las respectivas elocuencias, los protagonistas miran al soslayo, vanse y no hubo nada.
Como tantas otras cosas en la vida, las campañas electorales ya no son lo que eran, pues en sociedades tan mediatizadas como las actuales, donde la información (falsa o de la otra) fluye desde múltiples manantiales, no se requieren semejantes ejercicios de sobreactuación. Por eso las campañas ahora duran cuatro años. O incluso diría más: emulan esas ininterrumpidas giras que el maestro Dylan denomina "Never Ending Tour", vigentes desde finales de los ochenta.
¿De verdad aún queda alguien que necesite presenciar los debates televisados para conocer las propuestas de los contendientes? Hombre, no niego el morbillo de ver cómo se desenvuelven en el plano corto y en el cara a cara, pero tampoco esto supone un plus que compense la penitencia de pasar por tan penoso trance. Además, creo que los debates son tan tramposos como el resto de recursos a disposición de los departamentos de agitación y propaganda. Recuérdese, por ejemplo, el apabullante repaso al que el ministro Griñán sometió al aspirante Pizarro (con bastantes falsedades y negaciones entre el argumentario esgrimido) y cuáles fueron las políticas económicas seguidas en la subsiguiente legislatura.
Por lo tanto, menos lobos y no confundamos los legítimos publirreportajes de los organizadores de los saraos con la pamema de que los mass media tengan como objetivo último la democratización universal, cuando los fines suelen ser más prosaicos y tienen más que ver con obtener una saludable cuenta de resultados al servicio de sus propietarios, aunque para ello haya que organizar debates a cuatro en lugar de diseccionar a la nueva novia de Paquirrín.
Estas prácticas tan engoladas recuerdan mucho el seguimiento que ciertas televisiones realizan de determinados acontecimientos deportivos y competiciones. De repente, la MotoGP o la Fórmula 1 ocupan la centralidad de las parrillas en tanto en cuanto se sigan ostentando los derechos de emisión, para ser condenadas al ostracismo más absoluto cuando estos derechos expiran, hasta el punto de no dedicarle siquiera una entradilla breve en los noticiarios, aunque sólo sea para informar del ganador.
En resumen, que está muy bien eso de los debates y de cuantas más cosas y con cuanta más gente, mejor. Pero, por favor, no revistamos de nobles principios lo que en puridad es mera perpetuación del espectáculo. O volviendo al ilustre caballero, no tomemos por el yelmo de Mambrino lo que no deja de ser bacía de barbero.
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