Mi padre

2 de Enero del 2016 - Soledad Pozuelo Paje (Oviedo)

Nos contaba, que a los 7 años ya fue a «trabajar con amo», o sea, a trabajar a otro pueblo distinto del suyo, lejos de su familia, a otra casa, como jornalero, o mejor dicho como «acarreaor» para llevar y traer las mulas a la era, a beber al pilón o donde fuera que bebieran, llevar la comida a los segadores, ayudarles y lo que se terciase dada su corta edad (en un pueblo, aldea más bien, de Castilla la Vieja, como se denominaba en esa época, 10 kilómetros de distancia era un mundo, mucho más que un mundo, sobre todo en la vida de un niño de 7 años).

Nos lo contaba sin amargura, sin resentimiento, sólo como recordatorio de su vida, la que le toco vivir.

Nos contaba que estaba «apalabrao» por 2 pesetas al año, más cama y comida, y que iba a su casa, sólo de visita, para regresar de nuevo «a la faena con amo». Mantuvo aquel trabajo con distintos «amos» hasta que se hizo mayor con novia y todo (mi madre) y casi en edad de irse a la mili.

Nos contaba la de veces que fue en el carro de mulas, con su padre (mi abuelo) arriero, labrador, comerciante ambulante por los pueblos del entorno, para sacar alguna «perra». Llevaban cestas de huevos «de casa» para venderlos en la capital. Se guardaban todos los que producían las escasas gallinas que se podían mantener, sólo se comían los que se rompían. Un huevo frito o cocido en el puchero era fiesta gorda y casi nunca tocaban a uno por persona. Traían el carro cargado con los escasos encargos de los vecinos (unas alpargatas, una pieza de tela para una camisa, dos cantaros, un botijo...) y los productos que no se producían en las casas y que se compraba excepcionalmente, que era lo que se podía vender por otros pueblos o en la pequeña tienda de todo, que tenían en la aldea (latas de conservas, sardinas salonas, hilos de coser, pimentón, naranjas, plátanos, lejía...).

Viajar a la capital desde su aldea suponía un día entero o una noche de viaje al paso de la mula (contaba que viajaban de noche para llegar de mañana a la capital y poder vender por las casas los huevos y comprar lo previsto y a la vuelta poder ir vendiendo en los pueblos del camino), cualquier ganancia extra era bienvenida en una economía exigua y con muchos hijos que alimentar (siete hijos, mi padre era el noches de viaje, y para ayudarlo en las ventas... «porque sabía de cuentas en papel», o sea, sumar y restar y escribir).

El carro vive ahora como ornamento decorativo en una finca, lejos del pueblo.

Contaba que «el abuelo Page», (mi otro bisabuelo), tenía un palomar, en la cuesta »de La Muela«, (el cerro que preside la aldea, lleno de corrales y palomares) y que siempre lo elegía a él para acompañarlo a buscar los pichones, por lo formal y ágil que era. Esto lo decía con orgullo.

También, la gran pulmonía que cogió de pequeño, cuando se cayó a las heladas aguas «del Moral», el manantial y lavadero público, a las afueras de la aldea, donde las mujeres, entre ellas su madre, iban a lavar. Esa pulmonía le supuso una lesión pulmonar con asma que acarrearía toda su vida.

Fue a la escuela, primero en su aldea con un maestro contratado por el pueblo, muy pegón, al que se le pagaba una peseta anual por muchacho y que bebía más que enseñaba; (quien no podía pagar la peseta no iba a la escuela; ni que decir tiene que las mujeres, iban pocas y poco tiempo). Después le tocó ir al pueblo más cercano que tenía escuela, a 7 kilómetros andando, en invierno con heladas y nieve, calzado con «abarcas y piales», y una manta por abrigo; ya sólo iban los varones, (los que iban) y en «camarilla». En verano aprovechaban para bañarse desnudos en las pozas del río.

Y le tocó ir al servicio militar en la postguerra: 4 años destinados en Toledo capital. Estuvo en servicio de Caballerías, por su buen conocimiento y trato con las mulas y los caballos. Lo cuenta con orgullo y como una buena experiencia. Fue la primera vez que hizo un viaje, más allá de su pueblo y de la capital a la que iba a vender con su padre en el carro.

Recuerdo las sobremesas de los domingos, cuando éramos pequeños mi hermano y yo, estar embelesados escuchando las historias que nos contaba de esa época de mili. Nunca nos cansábamos ni de esas historias, ni de las otras... las de su pueblo, su infancia, su juventud… Aunque nos las contara una y otra vez (ahora ya las he olvidado yo también).

Así oí hablar por primera vez de la plaza de Zocodover, centro de Toledo capital, y del Hospital de Tavera, donde estuvo ingresado muchos meses con una infección intestinal que casi lo mata. La plaza sigue existiendo y el hospital es hoy en día un espacio museístico y cultural.

De esos 4 años de mili, sólo fue tres veces a su pueblo, de permiso, una de ellas al entierro de su madre (fallecida cuando contaba unos 45 años, probablemente de una infección). Yo sólo conozco a mi abuela, su madre, por lo que él contaba de ella: una mujer menuda, muy, muy trabajadora, discreta y que tuvo una vida corta y muy dura (conservo un traje suyo hecho con saya y chamarra, de tela fina, que ella misma se cosió y que encontré en la cámara de su casa antes de que lo quemaran) y sí, era muy menuda, porque es una talla que correspondería a una niña de 12 años delgadita. No hay ninguna foto de mi abuela paterna.

Y se casó. La primera foto que hay de mis padres se la hicieron el día que fueron a buscar los papeles y el traje de novios, un sencillo traje para él, que no era de pana, y otro sencillo para ella. Se casaron en miércoles, después de acabar la cosecha, y la boda se celebró en casa de la novia, la más grande y con mejor hacienda de las dos familias. Duró tres días porque hubo tanta comida que la mayoría de los familiares venidos de otros pueblos se quedaron hasta que se acabó. Y fue tan buena boda que desayunaron huevos fritos y chocolate.

Mi padre se quedó a vivir y trabajar en la casa y hacienda de sus suegros, con cuatro cuñadas y ningún varón, excepto su suegro. Como era buen trabajador, honrado y callado, sacó casi solo con muchísimo esfuerzo y sudor la hacienda adelante. Recuerda esta época con cierta amargura. Se sintió muchas veces explotado y mal tratado, no como un hijo, sino como un criado poco querido, especialmente por su suegra (mi abuela) y una cuñada. Eso mismo siente mi madre.

Y después de seis años de espera nací yo. En una época en que los varones eran los deseados, especialmente si eran los primogénitos, mi nacimiento, mujer, fue una alegría para mi padre. Decía a todo el que se le ponía por delante que él quería una niña, porque tantos años esperando, si no tenían más, porque no llegaban más hijos, mejor tener una niña. Siempre sería su consuelo, siempre lo cuidaría. Iban a llamarme Consuelo, pero me llamaron Soledad (pero esa es otra historia).

Cuando yo tenía un año emigraron. Una hermana de mi madre y su marido ya vivían y trabajaban en una ciudad del Norte, donde había trabajo para un buen obrero como mi padre. La llamada de aquellos y la insistencia de mi madre ante la perspectiva de una vida mejor que la que vivían en su aldea lo animó a emigrar. Y aquí vivimos desde entonces. Mi hermano ya nació aquí.

Nuestra primera vivienda fue una casa de habitación con derecho a cocina como vivían muchas familias en la época, allá por los años 50 en España, o sea, una habitación alquilada, en una vivienda con varias familias, y compartiendo cocina y baño. En nuestro caso, los caseros eran buena gente, no tenían hijos, y nos acogieron como familia, de hecho mantuvimos la relación familiar hasta que se murieron. Ellos fueron los que nos buscaron la primera casa de alquiler para poder vivir solos.

Tengo muy buenos recuerdos de esta nueva casa para nosotros solos con huerta y gallinero. Mi padre hizo un gallinero y compró gallinas. Me acuerdo de las gallinas y de todos los desperdicios de la casa que se aprovechaban para dárselos de comer (mondaduras de patata, fruta y el pan que se quedaba duro, nada se desperdiciaba) y de los huevos tan grandes que ponían, y de cómo mi padre les limpiaba el gallinero todos los domingos por la mañana, y de que un vecino venía a buscar el abono, y del caldero de zinc donde mi madre cocía a las gallinas los mondos con salvado, especialmente por el invierno, para que estuvieran calientes y pusieran buenos huevos, y de cuando íbamos al mercado los domingos por la mañana con mi padre, a comprar gallinas nuevas ... Mi madre decía que era una casa muy húmeda y muy fría, porque una parte, la que no daba a la huerta y donde estaban las habitaciones, estaba enterrada, por debajo del nivel de la calle y sin ventanas de ventilación. Yo eso no lo recuerdo, sólo recuerdo lo guapo que era tener huerta y gallinas y jugar al sol y estar todo el día al aire libre en el patio donde estaba el gallinero.

Nos mudamos a otra casa, un piso, un piso grande, con suelo de madera, con una habitación para cada uno, y con una tienda de comestibles, de las de toda la vida, debajo; los tenderos eran los dueños del edificio de tres plantas, donde estaba nuestra casa de ahora. Nosotros vivíamos en el primero, y los dueños y la tienda en el bajo. Tenían un corral en el patio trasero, con gallinas y gatos. Yo me acordaba mucho de mis gallinas viendo aquellas.

En una de las habitaciones grandes de la nueva vivienda pusieron mis padres la despensa y recuerdo que también criamos un gallo, un pollito que un día me compró mi padre porque añoraba las gallinas que teníamos. Aquel cuarto, aún recuerdo como era, mi hermano y yo lo bautizamos «el cuarto del Cristo», porque la casa estaba en el barrio del Cristo.

Recuerdo que en la tienda por una perrona (la loa parte de una peseta) nos daban 10 bolinas de anís o 10 bolinas de naranja o de limón (como las que vienen ahora en las bolsas de revoltijo). Todo un tesoro que nos duraba casi toda la tarde.

En seguida hice migas con la vecina de arriba, una niña de mi edad, con la que me pasaba las tardes jugando en la calle. Entonces se podía, no había coches y era seguro. Todos los guajes jugábamos en la calle y por el verano todas las madres del barrio iban con sus hijos a merendar y jugar a los prados cercanos, cuando había más prados que casas. Nos juntábamos un montón de críos. Recuerdo una tarde de esas que me caí en un montón de ortigas y para que se me quitaran los picores me embadurnaron de babas de caracol porque otras madres decían que era bueno... ¡Qué asco!

Mi padre entonces trabajaba en una fábrica de piensos y mi madre iba todos los días a llevarle la comida a su lugar de trabajo.

Los domingos eran geniales, me encantaba que nos llevara a mi hermano y a mí al parque San Francisco o al mercado, comer el cocido de garbanzos al medio día (casi todos los domingos se ponía este cocido, que era como una comida de fiesta) y la sobremesa con las historias de mi padre, de cuando era joven y estaba en el pueblo, o cuando hizo la mili, o cosas que le pasaban en el trabajo. Tenía que ser un buen narrador, porque aunque se repitieran las historias no nos importaba, nos encantaba escucharlo igual.

Alguna vez íbamos a merendar una tortilla a algún bar cercano o la llevábamos en un cesto y subíamos a merendarla a los prados de la falda del monte que presidía la ciudad. ¡Qué gran excursión! O dábamos un paseo los domingos por la tarde. Me encantaba ir a visitar a nuestros antiguos caseros (donde habíamos vivido de habitación con derecho a cocina) porque siempre nos ponían galletas de coco o de otra cosa, algo que no comíamos en casa y que para mí suponía una fiesta, un manjar extraordinario.

También íbamos a visitar a una prima de mi madre, de su mismo pueblo, que era monja de clausura. Me encantaba también ver el convento, tan grande y tan limpio, con tantas cosas diferentes y misteriosas, el vino de misa y las galletas que nos daban. Y para las monjas también era una fiesta la llegada de dos niños (mi hermano y yo) muy formales, por cierto.

Recuerdo un día (tendría yo 7 años) que llegó con un brazo escayolado por un accidente laboral. Cuando lo vi me puse a llorar desconsoladamente, porque pensaba que se iba a morir. Les costó trabajo calmarme. Y otro día, que en un paseo de domingo por la tarde, oí a mi padre como le decía a mi madre que lo iban a trasladar de lugar de trabajo (llevaban la fábrica de pienso a otro pueblo, a 5 kilómetros y tendría que ir en autobús). Yo creí que se iba lejísimos, y que no lo iba a ver en mucho tiempo... y llorera al canto con un gran disgusto que pillé hasta que comprendí que seguiría viniendo mi padre cada día.

Cuando yo tendría 9 años más o menos, dieron la entrada para un piso en propiedad, uno de esos bloques de viviendas para obreros en los barrios periféricos, (en lo que se llamó Ciudad Naranco estaba este). Con mucho esfuerzo lo fueron pagando mes a mes. Y mi padre, que era un manitas, se las arregló como pudo para hacer, con madera de palés, las primeras estanterías del trastero y el lavadero, y unos banquinos pequeños para sentarse que nos encantaban a mi hermano y a mí.

Era un barrio de casas bajas, con huertas y rodeados de praos y calles sin asfaltar, pero muy cerca del trabajo de mi padre, con lo cual ya podía venir a comer a casa todos los días. Y esta fue nuestra casa definitiva.

Fuimos los primeros vecinos del bloque. Había que trasladarse cuanto antes para no pagar alquiler (no había dinero para letra y alquiler al mismo tiempo). Recuerdo el traslado en un camión de los escasos muebles que teníamos, y la primera noche que vivimos en la nueva casa: cenamos latas de sardinas y tomate, porque la cocina era de carbón y aún no había nada para encenderla.

Una vez al mes por lo menos, después de comer y de la sobremesa, mi padre se ponía en la cocina a limpiar y abrillantar los zapatos de todos.

Fue un hombre adelantado a su generación masculina: nos cuidó desde pequeños, cocinó, fregó, nos sacó de paseo, hacía la compra si era necesario... Cuando éramos muy pequeños (yo tendría 5 años) se cayó mi madre y se rompió un brazo. Mi padre hacía todo lo de la casa que no podía hacer mi madre (lo recuerdo fregando el suelo de madera de rodillas). Él me enseñó los rudimentos para tejer con agujas, porque mi madre no me dejaba, por temor a que me pinchara con ella. Y él me enseñó también con la máquina de coser; mi madre tampoco me dejaba para que no me pinchara y para que no la estropeara. Una máquina de coser era un bien muy preciado en la época.

Siempre fue un padre cariñoso, muy afectivo, y que lo sabía demostrar y no se avergonzaba de ello. Nunca fue violento, no recuerdo riñas ni zurras de mi padre y no recuerdo discusiones con mi madre, ni voces, ni gritos, ni amenazas en casa. Fue comprensivo y tolerante. Un hombre sencillo y honrado, honesto, orgulloso de sí mismo, de sus hijos y mujer.

Yo lo recuerdo contento con su vida, dura y limitada a veces, con una economía muy justa, sin envidiar lo que no tenía ni podía tener y sin envidiar a nadie. No recuerdo oírlo criticar a nadie ni desearle mal a nadie, ni siquiera a los que lo trataron mal. Cuidó muy bien a su suegra, la trató como una madre (a pesar de que ella no hizo lo mismo con él). Fue un padre servicial, siempre dispuesto a ayudar y ayudarnos, también cuando fuimos mayores y tuvimos nuestros propios hijos. A mí me ayudó muchísimo a criar a mi hija, su nieta, cuando ella era pequeña y yo tenía malos turnos de trabajo. Fue el primero que la vio después de nacer por cesárea y el primero que le dio un beso. Siempre lo decía con orgullo. Estaba con él tan bien cuidada como conmigo.

Hablo de él en pasado porque el 15 de diciembre hace un año que su presencia física ya no está con nosotros. Falleció ese día, discretamente y silenciosamente como siempre fue.

Tuve un gran padre, fue un buen padre, un buen hombre, un sencillo gran hombre.

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