Cómo vivió Joaquín Domínguez
El domingo pasado leí tu carta, en ella contabas cómo trabajaba Joaquín. Yo sé cómo vivió. Se casó con una andaluza, mi cuñada, con fuerte raigambre asturiana, Covadonga.
Con el paso del tiempo, Joaquín pasó a ser mi hermano. Su vida era apasionada, le gustaba leer, oír música clásica, viajar y estar en familia o con amigos.
Siempre tenía la ponderación para escuchar los problemas de los demás y tratar de ayudar. Siempre recordaré nuestras conversaciones y nuestras discusiones. Porque si había algo que amaba, a parte de su familia, era su tierra, su Asturias de su alma, que en donde estuviera la abanderaba.
Nuestras discusiones transcendentes, sobre si era mejor el boquerón o el bocarte, el pixín o el rape, la merluza o la pescada, nos hacían esgrimir argumentos inolvidables. Siempre competimos al preparar comida, pero hoy reconozco que aunque empatábamos, él siempre me ganó preparando fabes. Tenía un condimento más que secreto: el amor con el que sólo los asturianos las hacen.
Conocí vuestra tierra por él. Todas sus iglesias, monumentos, museos, pueblos… Bajé el Sella, me bañé en vuestro mar bravío y comí en esos restaurantes de pueblo que sólo él conocía y, por supuesto, visité a la virgen de Covadonga, a la que tanto le debo.
Joaquín era una persona buena y decente.
Pero no te entristezcas, dejó un gran legado: sus hijos, José, Joaquín y Nacho. Cuando estés con ellos verás que han heredado todo lo bueno de su padre y si los miras a los ojos, volverás a ver a Joaquín.
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