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Los incendios en Asturias

30 de Enero del 2016 - Francisco Lozano Sanz (Cangas de Onís)

Desde hace unas semanas aparecen en este periódico y diversos medios de comunicación frecuentes opiniones, de lo más variado, sobre los incendios forestales. La mayoría de ellos sienta cátedra de por qué se producen y cómo se han de gestionar los bosques.

Quisiera, desde mi experiencia de 39 años como profesional forestal y del medio ambiente por casi todo el territorio peninsular, aclarar los muchos desatinos que se están vertiendo a los lectores.

Los incendios provocados conscientemente y a propósito lo son por "incendiarios", de los cuales sólo una exigua cantidad son "pirómanos". Confusión ésta que todos los medios de comunicación repiten sistemáticamente. Según la Xunta de Galicia, por poner un ejemplo, y en su territorio, tan sólo el 6 por ciento es provocado por pirómanos. La piromanía (del griego "piros", fuego) es una enfermedad psicológica del trastorno del control de los impulsos que produce un gran interés por el fuego, cómo producirlo y admirarlo.

El presidente de la Asociación Profesional de Agentes Medioambientales de Castilla-La Mancha (APAM-CLM) asegura que "más del 90 por ciento es provocado directa o indirectamente, ya sea con intención o por negligencia".

El estudio "España en llamas" indica que la mano del hombre ha estado detrás del 88 por ciento de los 187.239 fuegos ocurridos en España entre 2001 y 2011, y el 55 por ciento con un origen intencionado. Este estudio se basa en la estadística de incendios forestales (EGIF) del Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente (Magrama).

WWF afirma que el 96 por ciento de los siniestros se provoca de forma directa o indirecta.

En el ranking de los 100 municipios donde se registraron más incendios, 94 se ubican en Galicia y en Asturias. En estas dos regiones se quemó el 31,6 por ciento de las hectáreas totales de España entre 2001 y 2013.

Sin embargo, en las últimas semanas, políticos, "tertulianos" y "opinadores" se esfuerzan es eximir al colectivo de ganaderos como los causantes de dichos incendios. Todo ello sin tener formación y conocimientos académicos al respecto. Y lo peor aun: en las poblaciones del medio rural se puede escuchar en cualquier espacio público, bares en su mayoría (nunca se hará cuando hay un agente de la autoridad presente) la siguiente sentencia, "quemar no es malo, si siempre se quemó", que se repite incesantemente y que es asumida, insisto, sin conocimiento y crítica alguna por la población.

En el pasado se rozaba el matorral, con aperos agrícolas, guadaña, hoz, etcétera, y se utilizaba como cama para el ganado, combustible, se transformaba en abono y otros usos agrícolas y ganaderos.

El bosque atlántico predominante en la vertiente cantábrica de la Cordillera del mismo nombre, no ha sido un territorio asolado por el fuego de forma natural. Por ello no ha evolucionado y desarrollado una vegetación pirófita y/o resistente al fuego: véase el caso del alcornoque y el ecosistema mediterráneo.

Más aun, antes de sufrir los efectos del innegable cambio climático, las lluvias eran más abundantes y frecuentes. La llovizna (orbayu), tan omnipresente en estos bosques cantábricos, generaba una humedad edáfica permanente durante los meses de invierno que hacía casi imposible la combustión de la materia vegetal seca.

Es ahora, en las últimas décadas, que ha aumentado el número de jornadas invernales con viento Sur, calor y muy baja humedad relativa del aire, cuando se aprovecha para quemar de forma indiscriminada e irresponsable: el monte cantábrico no arde por combustión espontánea.

Las cenizas resultantes tras los incendios alteran el Ph del suelo y favorecen la aparición de plantas pirófilas y la consecuente desaparición de la flora climácica.

Se habla de la "cultura del fuego" como herramienta a implantar en los tratamientos selvícolas. Más en concreto: utilizar las quemas controladas para evitar los incendios provocados. Craso error.

Las quemas controladas no evitan los incendios intencionados para la obtención de pastos, ni disuaden a los incendiarios (que no "pirómanos").

En un programa de radio en que actuaba de moderador, mis dos invitados, un sargento de Bomberos del CEISPA y un agente forestal de las BRIPA (brigadas de investigación de incendios del Principado de Asturias), incidían en que por muchas quemas controladas que se hagan nunca se considerarán suficientes por aquellos a quienes resulta más fácil quemar el matorral.

En muchas zonas dominadas por el matorral, la Administración autonómica se gasta una nada despreciable cantidad de dinero en realizar rozas con maquinaria. Pero dada la abrupta orografía de parte del territorio (Picos de Europa es un buen ejemplo) las laderas donde no pueden operar las máquinas son sistemáticamente quemadas. Y aquí aparece el principal problema: la erosión.

España ha ratificado la Convención de Naciones Unidas de Lucha Contra la Desertificación (CLD), como país y parte afectada.

El presupuesto para el período 2014-2020 asciende a 95.000 millones de euros (precios corrientes) para los 28 estados miembros.

Este dinero procede del fondo europeo agrícola de desarrollo rural (Feader). Esto y mucho más es parte de lo que nos cuestan los incendios.

El incendio elimina la materia orgánica en la que se ha convertido la materia vegetal seca, también desaparece el humus y con las primeras lluvias, sobre todo si son intensas, se llevan por delante el escaso "suelo" que -otra vez Picos de Europa como ejemplo- algunos macizos cantábricos poseen.

Es todo un dantesco espectáculo recorrer el trayecto Cangas de Onís-Santillán (unos 11 kilómetros) tras alguna de las oleadas de incendios invernales que año tras año asuelan las laderas de la cuenca del río Sella: ya casi no hay suelo, tan sólo territorio quemado, pedrizas y roca madre en superficie.

Expresiones como "el monte arde porque está todo por hacer" (sic), aparecido en este periódico y dicho por un empresario del cultivo forestal, es todo un ejercicio de inconsistencia e irresponsabilidad: el bosque de la cordillera Cantábrica arde porque lo incendian. El fuego no aparece como autocombustión espontánea.

"Habría que romper la uniformidad del bosque haciendo cortafuegos", otra manifestación fruto del desconocimiento y el atrevimiento: la fragmentación del bosque es una de las principales causas, aunque no la única, de la desaparición de especies animales y vegetales de gran valor como el oso, el urogallo, el pito negro, el pico mediano y un largo etcétera. Todas ellas habitantes de parte de las montañas cantábricas. Se pierde biodiversidad y se acentúan efectos como la falta de variabilidad genética y endogamia de las especies que lo pueblan.

Además, los cortafuegos son caros de mantener, pues la mayoría (y créanme que he recorrido decenas de ellos por toda España) no se rotura y tiene vegetación. Eso sin contar que la altura que puede llegar a tener el pino de Monterrey ("Pinus radiata") es unos 45 metros (los he medido de este porte en el País Vasco). Y el eucalipto ("Eucaliptus globulus"), 65 metros (medidos cerca del aeropuerto de Santiago de Compostela). Con lo que, en un voraz incendio, con fuerte viento, son ineficaces. Ello sin contar que las piñas de algunas especies de pino ("Pinus halepensis") pueden saltar ardiendo del pino en combustión hasta más de la anchura de un cortafuegos, impulsadas por el viento. Los cortafuegos no son la panacea para evitar el avance del fuego en un incendio.

Hay otro tópico que se repite con insistencia por los "opinadores" y es que el monte está "sucio", simplemente porque tiene matorral.

El matorral va directamente ligado simbióticamente al bosque. Existe desde miles de años antes de la aparición de los primeros homínidos y de los pastores-recolectores.

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