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Plusvalía municipal, una cuestión de "concencia"

2 de Febrero del 2016 - Pedro Mieres Barredo (Oviedo)

Lo que hoy es el club privado Chas y las instalaciones en las que se celebra el concurso hípico de Gijón, era antes una llanura grande, y, como toda llanura en clima húmedo, una buena parte del año era algo pantanosa y allí crecían juncos y otras plantas de agua. Al lado, en el puente del río Viñao, mi hermano pescaba truchas a mano, y en el Peña Francia, y colocaba cebos nocturnos que no estaban permitidos, y a la amanecida ya estaba en el río recogiendo lo que había caído antes de que el guarda pudiese aparecer. Yo mismo, unos años después, pesqué una trucha justo detrás de donde ahora está el Grupo. Veníamos de sacar "muiles" en el Piles y se me ocurrió tirar allí y salió una trucha de tamaño mediano que esa misma noche mi abuela, después de calentar aceite en una sartén, se la cenó frita. Un arroyo al que llamaban Volga y que desembocaba en el Peña Francia también llevaba trucha. No sé por qué lo llamaban Volga. Los de Gijón evitan quedarse cortos a la hora de nombrar las cosas, que si sobra siempre se puede recortar y si no igual no alcanza. Este arroyo atravesaba la finca de mi familia y en una ocasión una de las vacas de mi padre desapareció del pasto y la fue a encontrar allí, en el Volga, patas arriba y sin poder darse la vuelta, como una tortuga; corría poca agua y no había peligro de que se ahogase, pero no se puso de pie hasta que, entre varios vecinos y a base de bandas de cuero introducidas por debajo, y empujando, le dieron la vuelta. Yo tenía 5 años y observaba la maniobra, me limitaba a mirar, y lo mismo hacía cuando acompañaba a mi padre a "echar" una vaca al toro: miraba. La monta de un toro dura unos pocos segundos, que a mí me parece poco tiempo, y nadie les considera eyaculadores precoces. Y no hablemos de los leones, que parece que lo hacen por compromiso y se limitan a echarlo allá y darse la vuelta. Lo hacen así nada menos que los toros y los leones. Y los gallos.

A lo que iba cuando empecé, aquellas llanuras las conocíamos como "les Praeríes" o "les Mestes", y pertenecían a varios propietarios. Uno de ellos era mi padre, que en un momento determinado decidió desprenderse de su trozo de terreno y lo vendió. La sorpresa le llegó cuando recibió del Ayuntamiento la cantidad que debía abonar en concepto de plusvalía. Era la década de los cincuenta y esas transacciones apenas se gravaban, y a mi padre no se le ocurrió otra cosa que acudir directamente al Ayuntamiento y pedir ser recibido por el Alcalde, al que no conocía de nada, y que en ese momento era José García Bernardo y de la Sala. Lo más gordo del caso es que le concedieron la audiencia ese mismo día. El Alcalde le preguntó el motivo de la visita y mi padre le explicó que creía que "el plus de valía" que le había llegado no se ajustaba a lo que él había calculado. El Alcalde, sorprendido, le miró un rato y le preguntó: "¿Cuánto cree usted que debería ser?". Respuesta de mi padre: "Eso déjolo a su 'concencia'". El Alcalde, después de pensarlo: "¿Le parece bien tanto?" ( una cantidad notablemente inferior a la que se discutía). Respuesta de mi padre: "Sí, véolo justo". "Pues váyase tranquilo", dijo el Alcalde. Le acompañó hasta la puerta, le estrechó la mano y mi padre dejó el despacho.

Una pila de años después, por mi profesión, me encontré a don José García Bernardo en una habitación de un hospital, en donde estaba ingresado, y con él estaba la que creo era su esposa, ambos ya muy mayores. Le observé mucho rato y en mi cabeza no había sitio más que para recordar esta anécdota y me apetecía agradecerle aquel gesto, aunque ya suponía que él no lo recordaría, pero por pudor o falta de coraje, o las dos cosas, no lo hice, no me decidí, y salí de la habitación con la sensación de frustración de haber desperdiciado una ocasión colosal para mostrar mi agradecimiento, de que se me había ido de las manos, había desperdiciado una oportunidad de oro. Otra más.

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