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Desigualdad y corrupción

3 de Febrero del 2016 - Roberto Fernández Argüelles (Pola de Siero)

En las últimas semanas se han reproducido en prensa, radio y televisión de nuestro país comentarios basados en el informe anual de OXFAM sobre riqueza y desigualdad en el planeta. Estoy convencido de que todos esos comentaristas forman parte de los casi 15 millones de adultos en España que pertenecen al 10% más rico del mundo. A su vez España es uno de los países con menor desigualdad de riqueza (según el índice GINI que mide este parámetro) comparado con el resto de Europa.

La gran mayoría de la población, sea votante de izquierdas, de centro o de derechas, tiene un gran apego por lo que considera que es suyo y, al mismo tiempo, quiere mejorar; además de satisfacer las necesidades básicas diarias, quiere conseguir cosas que todavía no tiene, para sí mismo y para su familia. Este egoísmo general es algo consustancial al ser humano.

Al igual que Hayek, que ya lo dejó bien fundamentado en el siglo pasado, también creo que la evolución social, a lo largo de miles de años, va dando lugar a normas genéricas de comportamiento, a instituciones, por el método de ensayo y error, pero sin que exista una planificación consciente de una o varias cabezas pensantes (como sí intentaron los partidarios del socialismo real o comunismo, o los del nacionalsocialismo, con trágicas consecuencias bien conocidas en ambos casos) de manera que en cada estadio histórico se establece un equilibrio complejo y dinámico, cambiante, regulado por las leyes explícitas de ese momento, que permite una convivencia relativamente pacífica; equilibrio entre egoísmos particulares, que tiene más ventajas que inconvenientes para la mayoría, aunque nunca estén completamente satisfechos los deseos de cada uno.

El sistema capitalista, la economía de mercado, junto con el efecto moderador, amortiguador, de una cierta protección social, es uno de los frutos o consecuencias de la evolución de la sociedad. Este sistema económico de libre mercado con cariz humanista, combinado con los avances científicos y tecnológicos, ha conseguido mejorar las condiciones de vida en todo el planeta, al permitir que ese afán de mejora (suena mejor que lo del egoísmo) se coordine de tal forma que produzca beneficios para grandes colectivos, pueblos o naciones.

Los límites de la libertad individual, en la búsqueda de esos bienes o mejoras, están fijados por normas implícitas, según la moral general del momento, y al mismo tiempo por los reglamentos de la legalidad vigente. Las fronteras entre lo admisible y lo inadmisible a veces no están claras ni son unánimemente aceptadas por todos. Lo considerado como lícito no siempre es moralmente válido para algunos, y lo que para otros es moralmente bueno no siempre es legal. ¿Es aceptable que un futbolista tenga muchos más ingresos que un científico, o que un empresario de éxito acumule más patrimonio que cientos de miles de sus compatriotas? Si el individuo en cuestión cumple la normativa actual, es el sistema de libre mercado el mecanismo que históricamente ha demostrado ser el más eficiente en el reparto de los recursos disponibles, al favorecer a aquel que destaca positivamente, al que proporciona más beneficios a los consumidores del momento, aunque puedan aparecer desajustes, como la humana tendencia al monopolio, que las instituciones deben embridar.

En nuestro tiempo la igualdad de oportunidades es un objetivo asumido y defendido por casi todo el mundo, pero hay que aceptar que un cierto grado de desigualdad siempre estará presente, e incluso es deseable como estímulo o incentivo; porque cada uno de nosotros es diferente de los demás, y no aporta lo mismo a la sociedad en la que vive. Sin que esté regulado por ninguna mente organizadora, sino de manera impersonal, el sistema de libre mercado premia a los que más contribuyen al beneficio común, aunque apreciemos injusticias particulares, o afloren enriquecimientos ilícitos por corrupción. Lo aconsejable para minimizar los casos de corrupción sería depurar la normativa que regula el funcionamiento de la Administración (quizá simplificándola) fijándonos en los países de nuestro entorno, de manera que se restrinjan las posibilidades, los caminos para conseguir esas transferencias de fondos públicos que no contribuyen al bien común; buscando un equilibrio de poderes (ejecutivo, legislativo, judicial, informativo,) más independientes entre sí, y con un mayor control interno de la Administración, de manera cruzada, entre políticos y funcionarios. En España hay demasiados políticos con poder de decisión sobre el destino del dinero público, que sí es de todos.

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