Renglones gozosos para Mael Milanera
Quisiera, Mael, escribirte esta tarde los renglones más alegres para que tú los leas sentado en el Crucero a la luz del mediodía oyendo el bronce gozoso de la campana de Gloria repicando El Angelus. Amigo del alma, Mael Milanera (Ismael Fernández García), compañero de escuela, labor y de paseos. Esta tarde contigo, una vez más, con el sol de primeros de marzo y la fiesta del Ángel de Fresnedo en el recuerdo.
Son tantas las imágenes y sonidos que me llegan que tengo que ordenarlas desde la infancia hasta tu última sonrisa del mes pasado, ya un poco marchita, pero plena de dulzura y de aquel júbilo que te acompañó durante los setenta y siete años de tu vida.
Siempre alegre, campechano, hablador, jubiloso de estar entre los amigos de toda la vida, jugando a las cartas y a poder ser siempre cercano a las mujeres a las que respetabas y mirabas con ojos profundos inundados por la belleza femenina. Tal vez por la sentencia del Santo de Aquino: “La belleza es aquello cuya contemplación produce un placer espiritual inmediato”. Y tu sabías, como nadie, del donaire de una falda en movimiento.
De adolescente me llevabas a tu lado para hacerte compañía y sacar las mozas a bailar por parejas. Recuerdo que, a veces, te cruzabas, para acercarte a la más guapa: Los Remedios y el Cristo en Proaza; San José en Quirós; las fiestas del Corpus y de la Fábrica en Trubia; las Flores en Grado; una sala de Colloto, cuyo nombre se me escapa; La Herradura por San Mateo en Oviedo y, claro, las nuestras de siempre: San Pedro, Las Magdalenas de Entrago y de La Torre, Santa Marta, El Cébrano; el Toral en Prado, por el viejo camino de herradura, a los acordes del saxo de Juanín; el salón de Nena con la gramola oyendo y bailando aquello de “Questa piccolissima serenata,/ con un fìl di voce si può cantar?/
Ogni innamorato all'innamorata/ la sussurrerà, la sussurrerà?”, de Renato Carosone y de Gianni Ferro; la pista de Las Vegas, a poder ser debajo de la parra... Podría decir que aprendí el camino del hombre a tu lado y los primeros devaneos amorosos.
Hombre bueno y buen amigo. Mi vida estuvo jalonada de ti, Mael. El frío pasado en las minas de los lagos de Somiedo con las manos ensangrentadas del rojo mineral, mientras abríamos las entrañas –con poco más de 15 años– a aquella cantera como a un buey degollado. Pero éramos felices, Mael. Muy felices, porque siempre estaba tu sonrisa y tu verde picaresca con el relato de la moza de turno.
Con los años, no perdiste ni porte de varón ni la alegría en lo labios. Ganaste en sabiduría y en el amor a tus gentes cercanas; en la mirada extasiada contemplando la Peña Sobia y oyendo la melodía de las campanas.
Manolo –mi protector y hermano mayor por tierras de Francia–, Gerardo, Pepe, Gene, Claudio… y cuantos familiares y amigos habéis estado junto a su lecho hasta el último suspiro, gracias con el corazón en la mano.
Cientos de elegías, epitafios y recordatorios salieron de esta pluma a lo largo de casi cincuenta años dedicados a gentes amadas y amigos del alma, estos renglones son los más jubilosos de todos. ¿Sabes por qué, Mael? Porque sigues vivo y vivirás para siempre entre nosotros.
Búscame un hueco, amigo –dentro de algunos años, los más posibles– para estar cerca de ti allá en el lugar sagrado donde habitan los seres como Tú, ¿vale?
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