Juan Gabriel
Juan Gabriel podría ser un cantante mexicano o el protagonista canalla de una telenovela venezolana. Por ahí van los tiros, porque la cita nos sitúa en un culebrón rodado en el noreste peninsular. Los intérpretes no son otros que los intrigantes Joan Tardà y Gabriel Rufián, que alientan en mí la mala conciencia de haberles robado la cartera. No es inusual que el azar acierte asignando al personaje la identificación correcta. Hace unos días han venido a grabar capítulo en el hemiciclo de los leones, convertido en un plató más de Telecinco (gracias, Mediaset, por haber descubierto lo que somos), repleto de princesas del pueblo ataviadas con sus sayas de graciosos colores, prestas a salvarnos del aburrimiento. Joan, catedrático de Instituto en la especialidad de la esencia de su patria, nos ha reafirmado en algo que ya presentíamos: la educación y la enseñanza, paradójicamente, no suelen hacer buenas migas. En su intervención repitió su clase preliminar de los cursos académicos, disertando sobre el genocidio lingüístico padecido por el catalán durante las últimas décadas, y hablamos de un paraje donde la lengua del decaído Imperio está proscrita en los centros educativos públicos. Su pareja de baile, el arcángel Gabriel, de riguroso negro ácrata, con un gesto áspero que contrarió a la alegre muchachada, en un discurso guerracivilista que invitaba a cachearle, siguió por los mismos derroteros, denunciando los padecimientos de las clases populares. Ya la sociología nos había advertido del alarmante encono del trasmontano en ser más papista que el Papa, pero nunca nos imaginamos el atrevimiento del felón en difundirlo en una circunstancia de máxima audiencia: soy hijo de charnegos andaluces e independentista. Ahora que el hechicero Otegi se suma al aquelarre disolvente, nada más los territorios ricos digan ahí te quedas a los pobres, avalados naturalmente por la democracia, descubriremos el verdadero rostro de la depauperación social.
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