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De lectura obligatoria

13 de Marzo del 2016 - José María Izquierdo Ruiz (Oviedo)

Mi generación tuvo la suerte de poder cursar un Bachillerato verdaderamente unificado y polivalente, no como los posteriores ESO y BUP, cuya polivalencia acaba siendo poco más que monovalente. Antaño se aprendía lo mismo, y bastante, de física, química, matemáticas y letras, de forma que no se acababa como ignorante especializado (el "fagidiot" de los alemanes), y después había que pasar una reválida sobre el contenido de siete cursos.

Hoy, como dice Nuccio Ordine en su libro "La utilidad de lo inútil" (LA NUEVA ESPAÑA de 28 de febrero), "las reformas que se están aplicando en el sistema educativo de Europa fuerzan a que alguien de 13 años tenga que decidir ya su futura orientación profesional en función del dinero que quiere ganar".

En el ámbito literario, afortunadamente, antes no se obligaba, como después, a leer "La Celestina", las "Cantigas” o a Cervantes. Así que los niños y los jóvenes podían elegir sus propias lecturas o las infantiles que sus padres dejaban caer en los estantes: y así iban aficionándose a la lectura según su gusto y su edad, desde los cuentos de Perrault hasta Julio Verne, pasando por Doc Savage, Dick Turpin, Bufalo Bill, El Coyote, J. Mallorquí, Salgari y demás. Los libros "prohibidos" de Pedro Mata, Alberto Insúa, Fernández Flórez, Jardiel Poncela y demás estaban, de momento, bajo llave.

En épocas posteriores se pasó a la lectura obligatoria de obras, a su análisis y a su exposición; dicha obligatoriedad bien pudo contribuir a que los jóvenes fueran perdiendo el gusto por la lectura, y aún en la generación subsiguiente, que nació con la informática, la cibernética, el "smartphone" y la "tablet, a que el libro quedara arrinconado, se cerraran librerías, la cultura decayera, dejando al "especialista" debilitado frente al sistema.

La afición lectora de los jóvenes era también el reflejo de la de sus padres y de que les compraran libros adaptados a los niños, como los de la Colección Araluce ("Las obras maestras al alcance de los niños"), cuya edición empezó en la República, pero sin faltar el "Nihil obstat" ni el "Imprimatur". Eran libritos muy bien extractados y escritos, con muy pocos santos que suplieran la imaginación, obras entre las que no faltaban los trágicos y los cómicos griegos, Cervantes, Shakespeare, Lord Byron, Dickens, Molière y demás.

Gracias a estos libros los niños trababan amistad con los mejores escritores, con sus historias y con sus personajes, y tenían un atisbo de aquellos de quienes no se podía decir toda la verdad, como Lysistrata o Myrrina; se enteraban de la existencia de Atenas, de Esparta, de su guerra y de la guerrilla entre las mujeres y sus maridos guerreros, "debida sencillamente a que en nuestros hogares falta la alegría que da el esposo", pero nada supieron de las ingeniosas procacidades que Aristófanes puso en boca de sus personajes: que para obligar a los maridos a dejar la guerra y volver a casa "había primero que asarlos a fuego lento" y "que si no había más remedio, que las esposas cedieran de muy mala gana, porque en estas cosas no hay placer si se hacen por la fuerza".

¡Por Zeus, "tonante"! ¡Lo mismo que pasa con la lectura!

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