Recordando a Emilio...
Sí, a Emilio Tamargo. Ahora que se han ido serenando las ondas ligeras, encrespadas, maringueñas del río inevitable de la vida, una vez escanciado el vaso grato del vino «peleón» que solías degustar y brindar con los amigos, alegrando tu corazón por la «ruta del vino» tanto en Río San Pedro como en Fray Ceferino, calles bullangueras de día y de noche de nuestro querido Oviedo, el 12 de octubre, «Día de la Raza» o de la Hispanidad, coincidiendo con el número de días de tu súbita e inesperada desaparición; ahora, en que sobresalientes plumas periodísticas asombradas, semejantes a como fuera la tuya, se han volcado recordándonos gran parte de tu biografía, tanto en lo humano como en lo profesional «todo-terreno», excepcional comunicador radial o televisivamente, permite que este modesto «escribidor», como suele decir Félix Richard, te dedique, todavía entristecido, unas breves, enlutecidas líneas, pues no podría callar lo referente a nuestra gran amistad en cuyo sagrado templo comenzamos a comulgar desde hace nada menos que 47 largos años, desde cuando por primera vez casualmente nos saludamos al noble caserón de la Universidad, sin presentir que tal saludo se iba a dilatar en el tiempo, igual, en parecida ocasión, con otro entrañable amigo, Ramón Sánchez-Ocaña, del periodismo, como tú, gloria; cuando empezaban sus pinitos informativos a destacar hacia un futuro que vino a colmarles, como a otros, de satisfacciones que algunos, por diversos motivos, no tuvieron en esa nave ilusoria que a veces llega al puerto deseado y otras no, jamás.
Qué ingrata y matinal noticia, Emilio, nada menos que la de tu muerte... Pero si el día anterior a tu deceso casualmente nos habíamos vistos; estabas, como siempre, ameno, radiante y feliz picando unas tapas y bebiendo contento de la vid sus indescifrables secretos, en Río San Pedro, recién personalizado y cuya participación nos invitaste, como tantas veces, lo que no pude complacer –de lo que me arrepiento–, porque andaba enseñándole Oviedo a un ilustre turista desde la tierra del quetzal venido, José María González y González, querido hermano de mi cuñado Julio, q.e.p.d., que no conocía el terruño de Campoamor, Clarín, Ayala; estrenando, asimismo, pasaporte de ciudadano español alegremente, como legítimos ancestros en Santoña, Cantabria, acogedora isla-puerto, donde vino al mundo nada menos que Juan de la Cosa, que junto con Cristóbal Colón hace 517 años descubrieron la América nuestra, y donde fuimos recibidos hace unos días por su diligente, cariñosa alcaldesa, doctora Puerto Galicia y José Marín Solaeta Pérez, arquitecto, Pedro López y otros amables concejales. Nunca les olvidaremos, dice con razón el guatemalteco.
Querido Emilio, perdona, me he salido algo del contexto... Ayer pasamos por la Bodega de Avelino donde con tu cámara nos hicimos una foto, testigo hoy soberana de nuestros fraternales encuentros, igualmente por el Rincón de Luci, donde la guapa dominicana Isa te hiciera para ti y un amigo sus últimas atenciones en bebida y condimentos... Querido Faustino F. Álvarez, recio y cordial periodista, sabemos todos que a Emilio tienes en el corazón, como lo tenemos hoy más que nunca nosotros, que sus «orquedades», igualmente. Estoy concluyendo, pero no podría cerrar estas líneas sin sonreír contigo, como cuando me pedías que te recitara unos versos poco conocidos de un maestro bohemio como tú, celeste amigo de Baco y de Dionisio, aunque esta vez en trágico coturno; son del mágico Rubén: «Estiro el brazo / cojo el vaso, / encojo el codo / y me lo bebo todo»... Descansa en paz, Emilio, ¡salud!
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