Un corazón de carne
Bruselas está sumida en un silencio profundo que, sin querer, delata nuestro miedo. Tan sólo se escuchan sirenas policiales y helicópteros, apenas hacemos un esfuerzo que nos permita oír a un niño jugando o riendo. Fueron poco menos de treinta minutos los que me separaron de la explosión en la estación de metro de cada mañana. Menos de treinta minutos que encierran en sí el abismo entre la vida y la muerte.
La situación se vive con dolor y con callado agradecimiento. Dolor porque injusta y cobardemente han acabado con la vida de muchas personas y destrozado la de muchas más, dolor porque Occidente se niega a diagnosticar su cáncer, dolor porque el buenismo acabará justificando lo injustificable. Debemos rechazar con firmeza cualquier argumentación que intente explicar el terrorismo, porque éste sólo encierra odio a nuestros valores y a nuestra forma de vida. Demasiado nos ha costado centralizar la dignidad humana y la libertad en nuestra vida pública como para renunciar a ellas.
Pero yendo de lo exterior a lo interior, del mundo al alma, reconozco que también reposa un extraño e incomprensible agradecimiento a lo que muchos llamarán suerte para otros Providencia, al "no haber sido uno de ellos". Quizá la verdadera salvación no sea la de haber estado en el lugar y el momento idóneos, sino la de saber desangrar nuestros corazones junto a los que ya no están en un acto de compasión. Compasión bien entendida, compasión de la que acompaña gratuitamente en el sufrimiento y en el dolor.
Tal vez en momentos así nos damos cuenta de lo poco que tenemos en esta vida, de cuán rápido se escapa de nuestras manos. Desde el silencio buscamos respuestas que mitiguen nuestro desconsuelo, olvidándonos de que no hay explicación conforme a la "recta ratio" que lo justifique. No me quiero imaginar cómo lo estarán pasando las víctimas y sus familias, y también aquellos que no puedan aprehender la realidad desde otros ojos que los de la razón científica.
Son días para el espíritu... Son días para la Pasión.
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