El arte de manipular
Llenaba el vacío con imágenes y sonidos que importaba de otras vidas que no eran las de él y desbordaban sus ojos de las maravillas que otros habían contemplado. Sabía escuchar y escuchaba, y cuando lo hacía, casi podía tocar con sus dedos las cadenas invisibles que conformaban las historias, al primer intento encontraba la palabra adecuada y golpeaba el eslabón más débil, haciendo que la cadena se fragmentase y perdiese el sentido. Dejando a su paso una cáscara vacía susceptible a aceptar una nueva verdad.
Detenía el movimiento con sonido y convertía el sonido en nuevos movimientos, con su fórmula inversa de director de orquesta. Librando a su víctima de la carga que provocaban algunas combinaciones de palabras. Aunque nunca supo lo que dejaba atrás; no sabía qué ocurría con el cuerpo cuando se extirpaba una historia. Sí sabía que la herida no era mortal y eso lo instigaba a alimentarse una y otra vez. Como Oppenheimer, se había convertido en el destructor de mundos. Mundos hechos de palabras.
Y sus ojos nunca se llenaron de ego, sabía que (como los demás) tenía su propia historia. Pero no podía recordarla, no sabía dónde la había perdido o quién la había tomado. Acabó aceptando que era el vacío mismo, pero se negaba a dejar pasar la oportunidad de llenarlo de maravillas.
Mario Fuertes Muñiz
La Felguera
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