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César Figaredo y la mejor Asturias

6 de Abril del 2016 - Inés Parreño Fernández (Madrid)

Asturias nació rica, llena de tesoros ocultos en la profundidad de sus prados, sus montañas y su mar. Los fisiócratas del siglo XVIII consideraban que la única riqueza de un país es la que se obtiene del interior de la tierra, de sus minas, de sus campos de cultivo y pasto, de sus aguas dulces y saladas. En este sentido, Asturias sería un auténtico paraíso para aquellos filósofos de la economía. La tecnología y las necesidades de los mercados y de las personas han cambiado tanto en estos últimos tres siglos que me atrevería a decir que una fisiocracia renovada encontraría la riqueza cavando y cosechando en otras profundidades, como la del cerebro humano y su capacidad creativa y la de los corazones de algunos hombres y mujeres y su talento para ayudar, cuidar y amar.

En esta carta quiero rendir un homenaje a César Figaredo por haber dedicado su vida a hacer que esa Asturias que tantísimo queremos los asturianos no deje de brillar y de seguir siendo un paraíso natural, económico, social y humanista.

Llevo oyendo hablar de él toda mi vida. Siempre en forma de halagos y reconocimiento a su condición de profesional, persona y asturiano. Por eso, si pienso en él pienso en la mejor de las Asturias, la de aquellos buenos tiempos.

La Asturias del carbón, del metal, de los astilleros, la de los maizales y las vacas suizas, la del crecimiento económico y la creación de empleo, la de la industrialización y la modernización de este pedazo del planeta que se colorea con cuatro pinceladas horizontales, una azul del mar, otra dorada de su arena, la verde de sus prados y la parda de sus montañas.

La Asturias de los veranos que transcurrían lentos y brillantes en Gijón, en Somió, en la procesión del Carmen, en la playa de Estaño, en La Pondala, en las caleyas llenas de moras, en las estrellas fugaces y el fru-fru de los vestidos de las chicas en la noche de Begoña.

La Asturias de la educación que equilibra la exquisitez y la sobriedad, la del arte que recicla las vigas oxidadas y los troncos naufragados que trae a las playas el mar, la del orgullo y la dignidad de un legado que hay que cuidar y ampliar.

Cuando conocí a César y tuve el honor de formar parte de su familia, todo lo que desde niña había oído a mi padre hablar sobre él se confirmó y se multiplicó por mil. César era noble, generoso, trabajador infatigable, discreto pero siempre notable, sencillo, agradecido, culto, inquieto, preocupado, célebre, reflexivo, caballeroso, excelente anfitrión, maravilloso esposo, padre y abuelo.

Un hombre, en suma, que representaba todo aquello a lo que aspiraría una fisiocracia de última generación, porque trabajó incansablemente para crear recursos materiales, intelectuales y emocionales. Por ello, Asturias, en general, y los que estaban a su lado, en especial, echaremos en falta su esfuerzo y su cuidado. Muchas gracias, César, descansa en paz.

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