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El corazón encogido

22 de Abril del 2016 - Marcelo Noboa Fiallo (Gijón)

Han pasado ya algunos días desde que en éste lugar de Europa nos despertamos con la noticia (que no por esperable, nunca deseada) sobre el terremoto que ha arrasado dos provincias ecuatorianas, Manabí y Esmeraldas. Lo de no por esperable lo digo porque los que pintamos algo más que canas, y nacimos en éste hermoso país, nuestra infancia y adolescencia transcurrió entre sobresaltos de temblores de diferentes intensidades, mi madre estaba embarazada durante el terremoto de Ambato, la mayor catástrofe natural vivida por Ecuador (más de 5.000 muertos), el 5 de agosto de 1949, un mes más tarde nací yo.

Sobrecogidos ésta vez por la dimensión de la tragedia debemos, sin embargo, en primer lugar, llorar a los muertos y volcarse con los damnificados que se cuentan por miles. La solidaridad de la sociedad ecuatoriana, la de la ayuda internacional y la capacidad de las instituciones gubernamentales para coordinar la inmensa tarea que queda por delante nos dará la medida de la fortaleza del país, su madurez como pueblo y la capacidad de sus gobernantes, más allá de retoricas y discursos vacíos. Es hora de actuar sin estridencias.

Mientras tanto en estos días, en los aeropuertos de Madrid, Barcelona, París, Roma, Londres, Nueva York se agolpan miles de ciudadanos ecuatorianos con el objetivo de llegar a honrar a sus muertos y llevar algo de consuelo con su presencia a sus familiares que un día los vieron partir en busca de unas mejores condiciones de vida. También es cierto que otros tantos no podrán hacerlo porque su precaria economía no se lo permite, estos tendrán que llorar a sus muertos desde la distancia.

Hace ahora dos años que estuve la última vez en Ecuador. Tenía muchas ganas, ésta vez, de enseñarle a mi mujer la ciudad en la que yo pasaba las vacaciones de verano de mi adolescencia. No había vuelto a Manta desde hace casi medio siglotoda una eternidad. Como es lógico, la ciudad ya nada tenía que ver con la de aquella etapa de mi vida, ni siquiera la playa del Murciélago, lugar en el que mi alocada adolescencia a punto estuvo de naufragar. Me empeñé en buscar la casa de mis anfitriones (los padres de un compañero del colegio), la de mi primera novia ni siquiera fui capaz de encontrar el faro desde donde veía cine gratis al aire libre las noches de aquellos calurosos veranos.

No me gustó como se había desarrollado la ciudad, había crecido de una manera incontrolada hasta dar paso a dos ciudades, a dos mundos, a dos paisanajes, la turística de primera clase con hoteles de lujo y la Manta resignada, la de la mayoría empobrecida cuyas calles también habían cambiado, pero para peor: la falta de higiene, la acumulación de basura, el enjambre de cables de luz que cruzaban las calles (me recordaba, de alguna manera, a las calles de Jaipur en la India) todo ello no formaba parte de mis recuerdos vacacionales de la adolescencia, probablemente porque con el paso del tiempo tendemos a mitificar los recuerdos de los lugares donde fuimos felices. Mi visita hace dos años probablemente estuvo condicionada por el espíritu crítico de mi madurez.

Hoy, sin embargo me invade la tristeza. No hay derecho a que la naturaleza borre del mapa la ciudad de mis años felices y la que, con sus errores, pretende desde hace ya algunos años ser un referente turístico del país.

Pero mientras escribo estas líneas y el número de muertos va en aumento, como era previsible (526) me llega otra noticia, la de todos los días, la noticia que ya nadie quiere escuchar, el conteo constante de cadáveres en el Mediterráneo, hoy han naufragado y muerto otros 400 ciudadanos en las costas de Libia, según ACNUR, ya van más de 20.000 en los últimos 20 años . Esta no es una catástrofe natural, es una catástrofe social, política, donde lo peor del ser humano queda al descubierto y dónde nadie es capaz ponerle fin.

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