Los pobres son más generosos
Madrid, la villa y corte, muy cerca del Cerro de los Ángeles, del que no conocemos ni sus discursos ni sus escritos, tan sólo su vida de aldeano de aquel pueblo, recién conquistado al moro, llamado Magerit: era sencillo y simple, reconocerlo es admirar el plan de Dios que busca la vida de un hombre pobre, labriego sencillísimo, para ayudar a los pobres. Un puñado de familias cristianas dominaban, entre ellas la de los Vargas era quizás la más poderosa y rica. Entre sus servidores se contaba aquel buen madrileño que ganaba su pan trabajando como albañil y pocero o yendo a cultivar con los bueyes las extensas propiedades de los Vargas, del otro lado del río Manzanares, hoy la Casa de Campo y los Carabancheles.
Isidro era el hombre de vida pacífica entre sus tres horizontes: el hogar, el trabajo y los templos con sus pobres. Vivía cerca de la calle del Almendro, donde su señor le dejó una casita. Tenía esposa y un hijito, en total el cuadro de la familia de Nazaret, reproducido como en cualquier buen hogar. El suyo, para él, no ofrecía más que un problema: el poder atender a los pobres con su pobreza. Y aquí es donde acudía el Amigo de Isidro, el Padre de los cielos, a resolver el problema llenando la olla del labrador siempre que hay más pobres a la puerta que garbanzos en su olla.
Después, el trabajo, unos días la construcción de pozos en esta villa necesitada de ellos, dada la poca agua del río; otros, la pradera, la que llegará a ser el ornato y la alegría de un Madrid posterior. San Isidro la trabaja yendo y viniendo con sus bueyes. Desde entonces, tiempos de la devoción creciente por sus milagros, se llamó la Pradera de San Isidro, y así la pintó Goya, que también hizo un boceto del santo en oración.
Isidro, mientras trabaja, no sólo piensa en Dios, sino que siente unos deseos irresistibles de acercarse a la ermita de Santa Magdalena y hacer allí sus devociones; por eso madruga y, antes de la aurora, visita las más antiguas parroquias: San Andrés, otras cuatro, y la Almudena y San Salvador, con su atalaya de defensa. Además, después de comer en la Pradera, en el tiempo de descanso se acercaba a la ermita. Aquello estuvo a punto de perderle y forzó al Señor para venir en su socorro. Porque Isidro, como todo santo, tuvo sus perseguidores. Él no se daba cuenta, pues era humilde, de corazón inmunizado al rencor y a los malos pensamientos, pero le perseguían, le vigilaban y bien que le acusaron ante Juan de Vargas, su señor.
Y de nuevo tuvo su otro Señor que salir en su defensa del modo admirable que vimos todos los niños y todos los madrileños al adquirir por dos pesetas (1943) el par de bueyes de barro con el Angelito de la Guarda detrás, arando: ¡Dios trabajaba por Isidro cuando Isidro trabajaba orando por Dios!, decían en Madrid, y lo vio con sus propios ojos Juan de Vargas, que lo narró a su familia, amigos y vecinos. Como también corrió la voz cuando el otro milagro original del buen labrador. Era cofrade de la Cofradía de San Andrés, que celebraba sus fiestas con el banquete correspondiente. Aquel mismo año llegó tarde este afanoso rezador de todos los templos y se presentó en la sala rodeado de gran cantidad de mendigos. Ya le conocían, y esto no extrañaba, pero el caso era que ya no quedaba para comer más que el plato del retrasado. Sin embargo, por la fe que tenía San Isidro, acude otra vez la Providencia, que provee a los humildes de espíritu, y hubo para todos y sobró incluso de aquella comida.
Propiamente los madrileños no cuentan más, sí narran los milagros después de su muerte, y ya es bastante. Este hombre santo coincide con el renacer cristiano de Madrid, viene a constituirse como su gran protector y patrono: de reyes y presidentes, de aldeanos y obreros, y todos, años tras año, acudían a su fiesta a la ermita del Manzanares, donde a su vera dejó su fuente milagrosa, en su citada Pradera.
Próximo a expirar, hizo humildísima confesión de sus faltas, recibió el viático y exhortó a los suyos y a la gran cantidad de amigos, labradores y eclesiásticos al amor de Dios y del prójimo. Su cuerpo fue sepultado en el cementerio de San Andrés y, tras 40 años, se conservó incorrupto. San Isidro muerto sigue beneficiando su tierra como buen labrador, curando a sus enfermos y dando de comer a los pobres. Sus pobres y amigos quisieron que junto al epitafio de su sepultura quedara escrito: "Oh, arado, oh, esteva, oh, aguijada de San Isidro, sois tan inmortales como la Tizona del Cid, el báculo de San Isidro, la corona de San Fernando y la pluma de Santa Teresa".
El pasado 2 de mayo, fiesta de San José Obrero, fue el primer domingo de mes, en cuyas misas hacemos la colecta para los pobres por medio de Cáritas. A petición del Papa Francisco, la entregamos como ayuda a los pobres de Ucrania en sus zonas de guerra. Nuestro arzobispo, Fray Jesús, nos pidió que se hiciera en todas las misas de ese domingo. Si nos consideramos pobres como San Isidro Labrador, también seremos generosos como él.
José Fuentes y García-Borja, canónigo de la catedral de Oviedo.
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