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Necrológica: Marimén Botas, un tributo

10 de Noviembre del 2009 - Francisco Crabiffosse Cuesta

El reciente fallecimiento de Marimén Botas, tras una enfermedad padecida con el estoicismo y la resignación que un carácter como el suyo podía afrontar, supone para quienes la conocimos y quisimos uno de esos hitos no por naturales menos trágicos, que señalan un antes y un después en el curso de nuestras propias vidas.

Podía haber titulado este texto de ofrenda recordatoria como un tributo a la belleza o, más en concreto, como un tributo a la elegancia, pero ambos conceptos, en su elasticidad, no pueden concentrar las cualidades públicas y privadas de una personalidad como la suya, que impregnó desde su parcela humana los mejores rasgos de una ciudad como Gijón en algunos de sus años cruciales.

Una de esas mañanas de invierno en las que un leve sol va descubriendo los perfiles de las calles desdibujados por la niebla matinal, una mujer caminaba con solemne seguridad por la calle de San Bernardo. La distinguía sobre el fondo gris un largo abrigo blanco cuyo paño se movía con levedad a un ritmo preciso, y coronaba aquella figura una noble cabeza sostenida por un largo cuello. Mientras la observaba con curiosidad, no pude por menos que recordar los cánones de representación renacentista, los perfiles femeninos que estilizaban de modo significativo el cuello de las retratadas para individualizar los rasgos y expresión del rostro, y unir su silueta a la de la atractiva Marella Caracciolo de Agnelli, cuyo retrato era un icono contemporáneo de la belleza atemporal.

Subtítulo: Fue uno de esos extraños, por escasos, modelos referenciales que hacian de Gijón más ciudad

Destacado: La muerte de su hijo Juan Botas dobló el sufrimiento, pues a la pérdida del hijo sumó la desaparición de uno de los artistas más singulares del siglo pasado

Pregunté quién era aquella señora, y mis acompañantes me contestaron que era la madre de nuestro compañero Juan Botas, aquel que hacía simpática gala de su desclasamiento en una universidad anodina y tan dada en aquella época a la teatralidad de las comparsas.

Gijón no era Turín, ni siquiera en los años de plomo y refriega, de crisis arrasadoras y confusos cambios sociales que trajeron un tiempo nuevo, pero Marimén siguió siendo la misma, dando a su ciudad un argumento de cómo la elegancia más que actitud es esencia, un modo singular de estar en el mundo. En ella se hacía patente esa elegancia, que en definición certera une la naturaleza con el artificio y arropa un posicionamiento exclusivo de quien se expresa sin renuncia con discreta originalidad.

No era la suya una elegancia de atavío, sino que la moda, su moda, era una expresión más de una cultura muy amplia que sólo en la intimidad, con mesura y discreción, se ponía de manifiesto Y de ahí sus intereses y gustos, siempre atinados, sobre arte, música, literatura, y cualquier otra realización cultural, como ocurría con la jardinería, de la que nos queda como ejemplo el propio jardín de su casa de Somió.

Pero su personalidad se moldeó también al lado de su esposo José Juan Suárez, un promotor industrial que supo realizar valiosas apuestas por sectores claves en su ciudad, y con el que formó una amplia familia a la que supo caracterizar con una educación acorde a su misma personalidad. Marimén sabía ser complaciente, pero sin renunciar a su modo de entender el curso de la vida y sus encrucijadas, y a expresar sus pensamientos con claridad, sin dobleces ni engaños. En algunos momentos, su ensimismamiento podía parecernos una postura de distanciamiento caprichoso, de pose obligada, pero esos instantes eran necesaria soledad, abstracción del mundo y sus difíciles oficios. Por ello, su cercanía gozaba de la verdad y alejaba la impostura, mostrándose franca y directa tanto para el justo halago como para la cariñosa reprimenda. Con ocasión de una exposición comisariada por su hija Gracia, me preguntó si había asistido a la inauguración. No supe mentir y balbuceé una disculpa piadosa, que no sirvió de nada, pues me dijo con razón que siempre se debería asistir a las exposiciones de los amigos.

En el ejercicio de su equilibrado matriarcado no hubo fisuras, pero sí huellas imborrables, esos dolores que nunca tienen curación. La muerte de su hijo Juan Botas dobló el sufrimiento, pues a la pérdida del hijo se sumó la desaparición de uno de los artistas más singulares del pasado siglo, cuyo genio creador vino a truncar la enfermedad. La presencia de su obra, reflejo de una vitalidad que parecía inextinguible, era un recordatorio permanente del hijo perdido, a cuya memoria y difusión de su trabajo puso todo su esfuerzo. Juan, como Gracia y el resto de sus hermanas, era el fruto de una educación precisa, de ese entender la vida y el mundo como fuente nutricia de todo cuanto somos y de todo cuanto podemos aportar para alimentarlo en sus auténticos valores, tomando posición clara ante retos e intransigencias sin bajar la cabeza ni sellar la palabra. Y esa idea, ese estar en nuestro tiempo de un modo singular, fue lo que hizo de Marimén Botas una elegante. Un de esos extraños por escasos modelos referenciales que hacían de Gijón más ciudad, más ciudad nuestra en cuanto era capaz de tener entre sus ciudadanos a alguien como ella, en la que se fundían belleza, inteligencia y cercanía en la naturalidad propia de esa elegancia, que es bien escaso y de difícil logro. De ahí este tributo, este recuerdo a quien sin pretenderlo definió una época apasionante de una ciudad como Gijón, y con ella a todos los que tuvimos la suerte de conocerla en sus enseñanzas, en su verdad.

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