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A la sombra del "Carbayón"

10 de Noviembre del 2009 - Enrique Álvarez Santullano (Oviedo)

Carmen Ruiz-Tielve es una digna cronista oficial de Oviedo. Sabe que los árboles también pasan frío; que las remotas piedras de los edificios históricos cobijan celosas los secretos de esta ciudad desde los tiempos en que ésta ni siquiera tenía un nombre; que bajo las húmedas sombras de las casas del antiguo y del agua que lame las aceras y las losas permanecen, unas sobre otras, las huellas de todos los que en cualquier tiempo las caminaron; que bajo el asfalto de nuestras calles está la tierra que en otra época habitaron los lobos, osos, perros salvajes o caballos, que al igual que los patos, pavos y tortugas que conviven hoy alrededor del estanque del Campo de San Francisco también sufrieron de soledad; que rotondas, plazas, esculturas y centollos de calatravas son sólo heridas sin importancia, superficiales, pasajeras, como la postilla de un niño accidentado que pronto verá brotar una nueva piel; que los billones de latidos y voluntades anónimas de los ciudadanos cuajan el alma de esta ciudad dándole un rostro, como el agua de un río alisa y erosiona los guijarros a su paso; que todo lo que pasa vive de alguna inexplicable forma sólo en nosotros.

Además me gusta su prosa («La edad de oro») y, aunque no la conozco personalmente, me cae bien.

En el último párrafo del oportuno artículo sobre la celebración del 4 de octubre, titulado «Árboles caídos» y publicado por LA NUEVA ESPAÑA el día 5 del mismo mes, sostiene la autora que en el exacto lugar donde se encontraba el «Carbayón» hay una placa que lo conmemora. Con toda humildad y respeto, esto es un error. Pero de solo 22 metros: los que separan la placa de Paulino Vicente de la ubicación real del mítico árbol. El «Carbayón» nació, creció, padeció diversas enfermedades y, fue por fin sentenciado a muerte por tala, en la margen del actual número 8 de la calle Uría, a la altura de la desaparecida Sección X, como seguramente ahora doña Carmen recordará. Existen multitud de estudios y publicaciones sobre la ubicación del majestuoso símbolo de la ciudad – «El Carbayón» de Adolfo Casaprima Collera es uno de los más bellos– pero tienen para mi la credibilidad de un parte meteorológico si lo comparo con las certezas que se trasmiten de padres a hijos. Yo nací en Uría 8. Mi abuelo también nació en la casa que su padre construyó en el solar que anteriormente ocupo el mágico roble; y mi padre. Conozco por ellos las simpáticas anécdotas del día de 1950 en que se colocó la placa conmemorativa. Puedo ver a los dos funcionarios del Ayuntamiento cargando la pesada placa mientras se preguntaban el lugar exacto donde debían colocarla. El «Carbayín» (otro homenaje al roble que nos da el gentilicio) y que a esta hora da sombra al lateral sur del teatro Campoamor, más el que se replantó y murió muy joven en 1977, fueron cedidos por mi padre y mi abuelo de una finca de su propiedad cerca del Torollu en San Claudio.

Que la placa esté inexactamente colocada carece de importancia. No viene al caso corregir el error. Es una más de las falsas leyendas que nos hacen más humanos; como una pequeña imperfección en el rostro de una mujer hermosa que la hace aún más atractiva. Sí importa su conservación y sobre todo las enseñanzas que se desprenden de la romántica tala del roble. El progreso es canalla, un lobo insaciable que, consciente de su propia naturaleza y limitado por ella, siempre necesita más, aún sabiendo que esta destinado a no llegar jamás a ningún sitio. Encontró un serio obstáculo en aquel viejo árbol, un rival a su altura. Ninguno de nosotros podría imaginar hoy Oviedo sin la calle Uría, al igual que nuestros hijos no entenderán jamás una Asturias sin la autovía del Cantábrico, ni los hombres y mujeres de 1870 imaginaban su ciudad sin el Carbayón.

Cuando era joven, apoyando los codos en el alféizar de la desvencijada ventana de mi casa, veía un niño sentado sobre una de las dos grandes ramas del árbol. Vestía pantalones cortos grises, zapatos negros y medias granates, y hacía girar las piernas que le colgaban a modo de balancín. Pensaba en las cosas que ese niño hubiera podido ver desde su privilegiado asiento de haberlo tenido: la revolución del 34, la guerra civil, las ruidosas huelgas mineras de los años 80, los América en Asturias, las cabalgatas de Reyes, criterium ciclistas, desfiles militares, todas las manifestaciones y hasta el rugir de los motores del coche de Fernando Alonso. La historia de una ciudad con la mirada de un niño colgado de un árbol que ya no existe.

Aún hoy en día siento, paseando por Uría, una fresca brisa sobre mi nuca, como una caricia lejana y ahogada. Es la sombra del Carbayón. Entonces cabeceo a derecha o izquierda, fijo mis párpados y, ya sin asombro, veo que estoy en Uría 8.

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