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Entre fogones y gochinos

15 de Mayo del 2016 - Julio Luis Bueno de las Heras (Oviedo)

Confieso que cada vez veo menos televisión y que en el menú de lo poquísimo que ingiero no se encuentran los platos basurilla en todas sus variantes, desde la promiscuidad de la casquería antropófaga de los realitis al cocineo guarrindongo de los múltiples másteres de nuestro rico universo culinario.

Esta misma mañana, esperando que se enfriará uno de esos cafés que se sirven a la temperatura de fusión de la porcelana (alguien debería hacer un estudio sobre las calorías derrochadas en un país tan barero como el nuestro) asistí a una de esas exhibiciones en las que un par de chefs manoseaban hasta límites de procacidad unos orondos espárragos, calibrándolos, cimbreándolos, pelándolos, cortándolos o abriéndolos en canalillos para luego rellenarlos sugerentemente de algo parecido a mayonesa, sembrando finalmente el insólito emparedado de bolitas de algo y florecillas de porche de adosado. Aunque no llegué a oír ni una sola palabra de un perorar presumiblemente pretencioso ya dije que estaba en un bar, en un bar español, todo me pareció la consabida sobreactuación, ostensiblemente adornada con mucho movimiento de desnudas y regordetas manazas.

Ahí voy. A las manazas.

¿Cómo podemos ser tan tiquismiquis (de boquilla, claro) para todo lo relacionado con el respeto su majestad el consumidor, desde la higiene de los productos comerciales a la atención a las singularidades dietéticas pasando por el etiquetado nutricional, a la par que consentidores, cómplices, admiradores (y probablemente imitadores domésticos) de esta guarrindonguez urbi et orbi?

Yo entiendo que en la casa de cada uno se aquilaten mejor los factores objetivos de riesgo alimentario y se diluyan los subjetivos escrúpulos culturales o personales (cosa de repunantes en nuestro nicho idiomático), y que en clanes muy unidos se acepte que en la pota pueda caer accidentalmente caspa de la cocinera/o, o que el sanjacobo, las croquetas o las albondiguillas hayan sido violentamente masuñados o lúbricamente acariciados por mano experta y amorosa que no se haya ocupado en el ínterin de otros menesteres sin pasar por las abluciones que prescriben el sentido común y, por defecto, los manuales de buenas prácticas. O que no te importe que cualquier otro miembro de las distintas formas de familia afín o próximo a incorporarse a ellas sumerja voluptuosa, concienzuda y sucesivamente sus apéndices sensores de texturas, reologías y temperaturas (u otras propiedades físico-químicas en la tecnococina moderna) en salsas, cremas, mouses, desestructurados y purés varios, antes de proceder a la liturgia organoléptica del test bucal (vulgo chuperreteo de dedazo), previo al preceptivo y sentencioso "¡rico, rico!".

Yo no sé a ustedes, pero a mí, que esta temporada estoy a régimen, no me gusta maliciar que en lo que como por ahí fuera haya un plus gratuito, incontrolado y entrometido de grasa, carbohidratos y proteína (esencial o personalizada como DNA) de algún endiosado, irrespetuoso o irresponsable oficiante de comuniones laicas.

P.S. Les invito a ustedes a buscar por ahí el anuncio de una cerveza que premia a una pareja de jóvenes y prometedores cocineros, Priscilla y Gastón se llaman. Frente a tanto puerco gurú esta pareja en plena faena ¡lleva guantes! Y no alardea. Casi no se ven. No son protagonistas de un anuncio intencionado, purista o refinado. Es un detalle natural. Una presencia casual, discreta, que se asume como normal y que, por desgracia, no es ni mucho menos normal en el contexto de la fiebre de cocineo pedante y gocho que nos invade. El buen estilo se nutre de estos detalles y lo crean los sensibles, educados, respetuosos y discretos buenos profesionales. Que los hay.

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