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Memoria de conejo

18 de Mayo del 2016 - Mario Fuertes Muñiz (La Felguera)

Recuerdo cruzar el umbral de una puerta roja y obedecer las instrucciones de un hombre que nos indicaba dónde debíamos sentarnos. Recuerdo a mis padres, situados a ambos lados, mientras se apagan las luces y se enciende el proyector. La sábana blanca que se convierte en imagen y deja que se sucedan una tras otra a gran velocidad, acompañadas por una melodía triste y letárgica.

Dentro del haz de luz una mujer adormilada recuerda cómo su propia hija voló (con un hombre varios años mayor que ella) para irse a vivir al extranjero. Se lamentaba y hablaba con su hijo. Bostezaba. Lo más probable es que tuviesen que vender el coche familiar para pagar varios meses de retraso con el casero. 'Pero tú no te preocupes -le decía ella al niño- el día de tu cumpleaños iremos al cine. Una cosa no tiene nada que ver con la otra'. El reloj de pared marcaba las diez y media de la noche y un hombre entraba en el plano, aunque su expresión parecía amable sus ademanes no lo eran tanto y sacaba al niño del salón con la intención de hablar con su esposa. Bostezo. '¿Todavía estás ahí tirada? -decía él- siempre la misma mierda'. A lo que la mujer contestaba con otro bostezo.

Cuando terminó la película yo no entendía nada. Esto no eran dibujos animados. ¿Se habían equivocado mis padres de sala o era su intención hacerme ver esto desde el principio? Sigo recordando y recuerdo levantarme del butacón, coger la mano de mi padre y abandonar las butacas para acercarnos a la puerta. Mi madre nos seguía de cerca cargada con mi trenca azul. Entonces mi padre se detiene en seco para hablar con el pomo de la puerta. Al parecer debíamos agacharnos y gatear para evitar golpearnos la cabeza contra el marco. Nos ponemos en fila y salimos al exterior.

Al otro lado todo se desarrolla con normalidad: la lluvia, la recepcionista del vestido rojo vendiendo entradas y haciendo que unos cuantos hombres perdiesen la cabeza, dos orugas vagabundas gritando enfurecidas porque alguien había dado la última calada a su colilla verde. La gran cristalera de la cafetería del cine, en donde los hombres con sombrero y sus liebres de compañía seguían celebrando un día más la llegada de marzo... y mis padres, que con precisión de autómatas sacaban sus relojes de bolsillo y tiraban de mi mano para que acelerase el paso.

Un semáforo nos detiene en seco. Al otro lado de la acera espera nuestro coche y mi padre se lamenta mirando su reloj: 'No llegamos, no llegamos -y daba golpecitos en la pantalla de cristal- verás cómo el parquímetro nos cobra el doble'. A lo que mi madre hacía eco preocupada: 'No llegamos, efectivamente. No llegamos'. Y sin embargo el semáforo no parecía tener ninguna prisa, lo que primero era rojo se convertía en cían, luego en naranja, amarillo, gris... pero nunca llegaba el verde. Y mis padres se impacientaban más y más, y golpeaban rítmicamente el suelo con sus patitas.

'Disculpen. Ustedes... -un gato se había encaramado en lo alto del semáforo y nos hacía señales con su cola morada- este semáforo está averiado, crucen por allí en lugar de por aquí, por ahí, no por allá. Y no crucen de espaldas, excepto si pretenden caminar hacía atrás, entonces sí que deberían cruzar de espaldas, ¿me explico?'. Yo no había entendido nada pero ellos parecían saber perfectamente la forma de llegar al aparcamiento, y avanzaban a saltos agigantados, haciéndome volar sujeto a sus manos. A mí me entraba la risa tonta.

Llegamos al coche empapados y mis padres se ayudaban mutuamente, sacudiéndose el pelaje para no mojar los asientos del vehículo. Yo me colocaba en el asiento trasero y soplaba mis manos para intentar entrar en calor. A los pocos minutos emprendíamos la marcha y mientras mi padre conducía mi madre y yo jugábamos a nuestro juego favorito. 'Mamá, ¿en qué se parecen un cuervo y un escritorio?.. ¡en nada!' y ambos nos reíamos a carcajadas. Una y otra vez. Otra vez y luego una más. Hasta que el coche se perdió en los límites difusos de la memoria.

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