Iberia, en el corazón
Existió una vez una gran nación, un verdadero caleidoscopio regional: bella, federalizante y agreste. Un país señero en lugares Patrimonio de la Humanidad. De fogoso coraje romántico, se había esforzado en combatir invasiones, "herejes", fundar virreinatos, roturar campos, imprimir códices indígenas y evangelizar selvas, Manila o California. Hubo estampas de fiebres del oro, duelos de honor a lo Alatriste, piratas y Sancho Panzas, pero quedamos varados en la postración por siglos. Un país de países históricamente sufrido, pobre y pícaro, periférico. Luego, faltos de inventiva, sin carreteras ni instrucción, muchos de sus habitantes migraron a zonas fabriles o allende los mares, en pos de pan y mejor futuro. Un país tildado injustamente de "excepción" de bandos supuestamente irreconciliables, deseoso de hacer valer una mitificada normalidad democrática, que brindaría sanidad, educación y bienestar universales.
Superadas inciviles contiendas y autarquías, este país se abrió a un período de la próspera estabilidad, cultura cívica y estimables oportunidades sociales. También se dieron gatos por liebres y se vendieron jaujas en un contexto de corrupción que derivó en desencanto. Era un país de nuevos ricos, sin duda. Luego, con la recesión, surgieron los que acusaron a las formaciones tradicionales de castas cerradas a las ineludibles demandas sociales y los que vituperaron con clichés de extremismos populista y lindezas aun peores. Tal vez había nacido la segunda Transición. En un país afortunado en el desconcierto mundial, sin embargo. Con una valiosa tradición no sólo de maltrato animal o capirote. Más que folclore, Almodóvar y amañados mítines con aplausos enlatados. Avances de vanguardia y turismo también de "Erasmus party" como potencia científica en alza. Estaremos en manos de protestones "millennials" muy pronto. En la vieja nación plural de Cervantes, donde la revolución es de las mujeres y se portan tablets, tatuajes y piercings, se puede convivir.
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