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Mi memoria histórica

27 de Diciembre del 2009 - Eulogio Palacios

Hace unos meses, después de un acto de la Asociación Cultural Valdediós, nos reunimos a comer varios de los asistentes al mismo. En la sobremesa uno de los asistentes dejó caer sobre el mantel la frase de que seguían existiendo las dos Españas, afirmación a la que me sumé.

Posteriormente recibí el regalo del libro de Luis García Montero «Mañana no será lo que Dios quiera», que cuenta las confesiones de Ángel González sobre su niñez y que me produjo al leerlo profundas emociones, porque aquello, que era la niñez de Ángel González, era también la mía, ya que fueron coincidentes en espacio y en tiempo. Ángel González, «Angelín Cano» para todos sus vecinos del barrio, vivió en Fuertes Acevedo (hoy avenida de Galicia), 8, y yo, en Asturias, 1, donde se asentaba el bar La Gran Vía y hoy está una gran óptica. Dos edificios entre él y yo. Nuestra cronología era muy próxima: él, nacido en 1925, y yo, en el 27. Los personajes que describe el libro los recuerdo a casi todos: Pepu, calzado siempre con sus botas, la sonrisa entre sus dientes torcidos saliendo entre ellos las eses con sonido sibilante. Servando y Arturo. Juan y Agustín, peluqueros en Asturias, 2, que luchaban todos los meses por domeñar el remolino rebelde que se asentaba sobre mi coronilla. Los gemelos. María Montousé, su profesora de Francés, siempre alegre, graciosa y burlona, a la que recuerdo múltiples veces de visita en mi casa, que era como la suya. Y muchos más.

Pero hay una historia que se relaciona con mis recuerdos, y es la detención de los hermanos Nicieza, hijos de doña Nieves, habitantes de un piso en Asturias, 3, a los que estando de visita en la vivienda de sus vecinos, los Taibo, les sorprendió un registro para buscar al padre y tío de éstos, y al no encontrarlos se los llevaron a ellos sin más explicación.

Y paso a mis recuerdos. Comienzan en octubre del 34. Después de jornadas políticas agitadas, una tarde, desde los balcones de mi casa, vimos al fondo de la calle Santa Susana una gran muchedumbre que la ocupaba por completo, hombres y mujeres con pañuelos rojos al cuello y banderas y pancartas con diversas siglas impresas: UGT, FAI, UHP. Avanzaron hasta la plaza que creo se llama del General Ordoñez, que nunca supe quién era, ya que para todos nosotros era plaza de la Gran Vía, que no sé si el nombre se lo daba el bar que existía en los bajos de mi casa, o la plaza al bar. Nosotros bajamos a casa de mi abuelo en el piso segundo, más protegido por dar todo a la calle de Asturias. Allí miré afuera abriendo un poco la contraventana de la pieza en que estábamos todos. Vi avanzar a dos individuos con mono y empuñando un fusil. Se oyeron unos disparos y cayeron sobre un charco de sangre. Rápidamente, dos compañeros los arrastraron hasta el sanatorio Getino, en el 2 de la calle de Asturias. Los mayores me retiraron del balcón, pero la escena no se borró de mi memoria pese a que no había cumplido aún mis siete años.

Por las escaleras, gran trasiego. Los vecinos de los pisos derecha se trasladaban a los de la izquierda, más protegidos, provistos de mantas y colchones. Entre el barullo se oía una voz de un niño de nueve o diez años gritando: «Quiero un confesor, que me busquen un confesor». Era Carlos Bousoño, vecino del piso inferior al mío.

A los pocos días los sublevados tuvieron que abandonar la ciudad. Al hacerlo oímos una gran explosión y la rotura múltiple de cristales. El polvorín, que ocupaba el local del instituto de enseñanza, en el mismo sitio en el que continúa aún hoy, había sido explosionado. Días después oí comentarios que yo no entendía bien de abusos cometidos, sobre todo con las mujeres, por las tropas del tercio y regulares, encargadas de reprimir la sublevación.

Subtítulo: Días muy trágicos a pesar de estar asentados en la memoria de un niño

Destacado: El libro de Luis García Montero «Mañana no será lo que Dios quiera», que cuenta la niñez de Ángel González, cuenta también la mía, ya que fueron coincidentes en espacio y en tiempo

La tensión creció. Recuerdo oír que tras el asesinato de don Alfredo Martínez, al regreso del funeral, las sillas de alquiler que existían en el paseo de los Álamos y los ladrillos de las casas en construcción vecinas volaron unos contra otras.

Así, llegó el 18 de julio. Era fin de semana y nosotros, que pasábamos el verano en Muros de Nalón, tuvimos la fortuna de que mi padre, merced a ello, estuviese con nosotros.

Hasta el 8 de septiembre aquello fue zona republicana. Meses relativamente tranquilos. Mi madre seguía asistiendo a misa sin que nadie la molestase, aunque una noche «pasearon» a tres conocidos miembros de la derecha local, se dijo que por gente ajena al pueblo y perteneciente a la FAI. Nos requisaron la radio para transmitir desde el Ayuntamiento los discursos políticos y las consignas del Gobierno. A mi padre lo «requisaron» también para ir a escribir a máquina al local del comité. Nada más. El coche de mi padre permaneció escondido bajo hierba seca en una casa vecina.

El 8 de septiembre, día de Covadonga, ¡¡¡milagro!!!, dijeron, entraron las tropas gallegas. Recuerdo esa madrugada. A las seis de la mañana nos despertaron y nos hicieron bajar al piso bajo. Los soldados republicanos iban de retirada, muchos de ellos, atravesando los prados que rodeaban nuestra casa. Yo entreabrí la mitad superior de la puerta de dos hojas superpuestas y miré afuera, vi pasar a un soldado, manta enrollada sobre el cuerpo, casco, fusil al hombro y botas. Giró la cabeza atrás, como para ver lo que abandonaba, y en su mirada pude adivinar la tristeza, angustia y desesperación más absoluta; nunca olvidé esta imagen.

Los días siguientes fueron lo mismo, pero al revés, con el inconveniente de que el frente estaba muy cerca, al otro lado del Nalón. Mi padre fue «requisado» en sentido contrario, también para escribir a máquina, pero, además, tenía que ir a hacer guardia a las trincheras de San Esteban.

Las fechas siguientes a la rotura del cerco de Oviedo fueron felices. La familia volvió a reunirse en el exilio dorado en que se convirtió Muros; nuevos amigos, juegos infantiles a guerra y soldados, paso de aviones y refugio bajo la escalera que unía los dos pisos de la casa. ¡Si llega a caer una bomba!...

Gran batalla en Cuero, frente a Grado; se oía el retumbar continuo de los cañones y el paso seguido de la aviación.

Y el hecho que enlaza con lo relatado por García Montero. Una tarde iba con mi madre hacia la plaza. Entonces pasó un camión lleno de hombres hacia la playa de Aguilar. Mi madre reconoció a dos de los ocupantes y dijo con voz angustiada: –Dios mío, si esos son los de Nicieza, vecinos nuestros, pero si eran unas bellísimas personas… –Si no fueron rescatados, sus cuerpos y los de otros muchos seguirán bajo el aparcamiento o los prados vecinos a la playa de Aguilar.

Éstos son algunos de los recuerdos que conservo de aquella época. Días trágicos, más bien, muy trágicos, pese a estar asentados en la memoria de un niño. Tal vez lo dicho al principio sobre las dos Españas pueda ser una exageración, no en la propia percepción del hecho, sino en que los tiempos y las circunstancias son distintos. La juventud es también esperanzadora y consuela pensar que evitarán tropezar en la misma piedra; pero esto mismo me lleva a pensar que es un deber nuestro el hacerles conocer lo que fue aquello. Tal vez eso sea lo que me ha inclinado a escribir estas líneas.

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