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Reflexión sobre el trabajo de los oncólogos

21 de Julio del 2016 - María Aurora Barros Viña (Avilés)

Cuando te comunican en un hospital que tu familiar más o menos allegado, sobre todo si es un hijo, tu madre, tu padre, tu esposo o tú mismo, tiene o tienes una enfermedad maligna (cáncer), lo primero que sientes es que el mundo te cae encima. Luego los especialistas te van diciendo con la mayor tranquilidad posible que hay que esperar a la intervención quirúrgica, que tenemos que esperar los resultados anatomopatológicos y, sobre todo, la evolución del paciente. Esto es lo primero a lo que se enfrentan los familiares y el paciente (si es un paciente con capacidad intelectual suficiente para querer ser informado de todo, sea el resultado que sea). Cuando hablamos de una enfermedad de este tipo, no estamos hablando de una apendicitis, no estamos hablando de un deterioro del intestino, diverticulitis, no estamos hablando de un cólico nefrítico, por poner algún ejemplo. Hablamos de algo mucho más serio y mucho más complejo para el paciente, para la familia y para el facultativo que lo atiende.

Una vez intervenido y conocidos los resultados anatomopatológicos, el paciente es derivado al servicio de oncología. Aquí comienza la historia triste, menos triste o incluso animadora.

Hay casos que terminan, después de un tratamiento oncológico, satisfactoriamente, otros menos satisfactoriamente y otros, por desgracia, nada satisfactoriamente. Pero esto no es culpa del oncólogo, no es culpa del paciente. No hay que buscar culpables. La culpa es del organismo del paciente, que le ha hecho una mala jugada. Sus células malignas han dominado su organismo.

Yo siempre he considerado que los especialistas en oncología deberían tener durante el año al menos uno o dos meses sabáticos, pues su profesión es bastante complicada y creo que puede dejar secuelas en los facultativos. Están tratando continuamente con pacientes complicados por sus diagnósticos. Y llega a existir una gran intimidad entre ellos, y por eso sufren cuando un paciente se les va. Los pacientes, en general, suelen tener gran confianza en ellos, aun siendo conscientes de su enfermedad. Unos quieren estar informados de todo y con la mayor precisión posible; otros no son capaces de ello, o sus familiares así lo creen y son los que toman la decisión de hablar con el especialista para que no le informen de la gravedad de su enfermedad, por consiguiente, deciden ellos por el paciente (a veces se equivocan). Todo paciente tiene derecho a estar informado de su enfermedad, sea cual sea, y de las posibilidades de vida que tiene. Hay que ser muy fuerte para aceptar una enfermedad de este tipo. Hay que tener mucho conocimiento, no científico, sino un conocimiento general de lo que es la vida y de lo que puede traer a cualquier persona en el momento menos esperado. En definitiva, hay que estar muy preparado para ello.

Por desgracia, yo he vivido un caso muy identificado con el artículo publicado en este periódico por el doctor Carlos Álvarez Fernández, del Hospital San Agustín de Avilés. Supongo que a estas alturas en todas las familias hay casos de mayor o menor gravedad.

Mi caso ha sido el de un familiar muy cercano y al que yo quería muchísimo. En su caso, fue una oncóloga quien lo llevaba. Por desgracia, era un caso sin solución, pero yo tuve una gran confianza en las dos oncólogas, que en aquel momento eran las especialistas de oncología del HSA.

Bueno, no voy a entrar en profundidades, pero sí he de decir que cuando nosotros pensábamos que el paciente del que tan preocupados estábamos y principalmente su mujer no quería que supiera nada de la gravedad de su enfermedad solamente se fiaba de su especialista en oncología, porque él estaba informado, por decisión propia, de la gravedad de su enfermedad. Así lo deseó desde que fue diagnosticado y antes de ser intervenido quirúrgicamente.

Esto para él fue muy importante y para mí, también. Fue tan importante que durante el tiempo aproximado que tenía de vida ha disfrutado a su manera, mientras pudo. Así que lo que me queda por decir es que hasta en los casos sin solución ningún oncólogo debe sentirse frustrado por no haber podido hacer nada por recuperar la vida en una persona en la que su organismo deja de funcionar. El oncólogo hace lo que está en sus manos y dentro de sus posibilidades, y aunque a algunas personas les parezca una profesión frustrante, yo he de decir que no es ésa la impresión que tengo de los oncólogos. Sí tengo que decir que es una profesión en la que se recogen más tristezas que satisfacciones. Pero aunque solamente sea conseguir lograr la tranquilidad del paciente que está al día de su salud, eso ya es una satisfacción. Yo siempre estaré agradecidísima de las dos oncólogas que echaron a caminar este servicio en el Hospital San Agustín. Mi muy allegado familiar se ha ido, pero asimiló su enfermedad y tuvo siempre mucha confianza en las oncólogas que lo atendieron. Por ello, no entiendo cómo puede nadie juzgar ni criticar esta profesión sin haberse puesto, aunque solamente fuese por unos minutos, en el pellejo del profesional. En estos casos lo de menos es el tener que firmar un consentimiento informado. Y para eso están los consentimientos informados, para informar a los pacientes, y una vez que están informados piensen si deben prestarse a los tratamientos que les ofrece el servicio de oncología (como el resto de los servicios, ya que consentimientos informados los hay para todas aquellas intervenciones, pruebas o tratamientos de riesgo), pues nadie les obliga a firmarlos, es decir, a aceptarlos. Quienes los firman es porque están dispuestos a arriesgarse a lo que les ofrecen, que, por otra parte, no hay milagros en esta vida, por poco que nos guste. Solamente me queda decir qué fácil es criticar a los demás, sobre todo cuando no tienes nada que perder o ganar.

Gracias, doctor Carlos Álvarez Fernández, por tu escrito, seguro que ha sido bien entendido por muchas personas.

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