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El despertar de un sueño

8 de Diciembre del 2009 - Antonio de Pedro Fernández (Cangas de Onís)

Se acaba de cumplir un año del triunfo, en los EE UU de Norteamérica, de Barack Hussein Obama, un año de su llegada a la Presidencia del país. La esperanza del cambio en la nación más poderosa del mundo, en el imperio moderno, parecía ser posible. Un soplo de augurios favorables recorría el planeta Tierra.

Ciertamente, un año de cuatro, eventualmente de ocho, no es mucho tiempo para analizar resultados, pero sí es suficiente para precisar promesas, para evaluar sueños. ¿Qué queda de aquel sueño?, ¿qué hay del we can? El análisis, a mi manera de ver, hay que hacerlo desde distintos ángulos, desde las distintas fronteras en que el país norteño ejerce, ha ejercido, su influencia, cuando no determinado su destino sobre el resto del mundo. Hay que hacerlo desde el punto de vista interno, doméstico, de cara al interior de los EE UU y hay que hacerlo desde su relación con Latinoamérica, con Europa, con el Medio Oriente y África, con Asia y Oceanía. En una palabra, con todo el mundo, globalmente, pues global es su presencia, además hay que hacerlo desde todos los ámbitos: el económico, el financiero, el cultural, el industrial, el militar, etcétera, etcétera. Obviamente, no pretendo tal, va más allá de mis capacidades, mas sí quiero hacer algunas consideraciones, generales, en relación a algunos aspectos del tema.

Lo ilusionante, lo que ilusionó a millones de seres en el mundo, fue que un hombre con raíces negras e islámicas, un outsider en el mundo del verdadero poder político norteamericano, iba a cambiar, sin más, la manera de actuar, de ejercer el poder mundial que había llegado a sus manos. Hoy lo tenemos claro, era puro voluntarismo, deseo, ilusión, sueño... Al fin, el Poder en EE UU no lo tiene un hombre, aunque tenga gran influencia y por más bienintencionado que sea. El Poder del Imperio es más complejo, tiene raíces más ramificadas y profundas, y si Barack Hussein Obama en algún momento pensó y se sintió capaz de cambiarlo todo -de cambiar algo, al menos-, ahora ya habrá despertado de su sueño. Sin embargo, sin duda alguna, todavía será la esperanza de muchos estadounidenses y de muchos ciudadanos de otros países, pues tan hondo llegó su mensaje.

Empecemos, por casa, por la casa norteamericana. Obama, adivino a la Casa Blanca en medio de la crisis económico-financiera más grande que el país -y el mundo- habían sufrido desde la de 1929, se enfrentó a ella, mejor sería decir se plegó a ella, mediatizado, rodeado de los sectores que la habían propiciado. La maquilló a medias y a costa de los de siempre; a costa de los más necesitados, de los desempleados, de los emigrantes, de las minorías marginadas; a costa de subsidiar a sus causantes y de aumentar los gastos militares. Problemas endémicos de la sociedad norteamericana, Vg., el de millones de ciudadanos sin asistencia médica pública, universal, gratuita y adecuada, está empantanada en los lobbys de las grandes compañías aseguradoras, bajo el paraguas del concepto de una propiedad privada de raíces puritanas. Seguirán, siguen, millones de norteamericanos arrastrando su esperanza de vida en sus enfermedades sin cura, mediatizados por los grandes consorcios médico-farmacéuticos. Sólo con grandes concesiones podrá el presidente Obama sacar adelante algo lejanamente parecido a su intención primera.

En América Latina, más allá de las amables palabras pronunciadas en Trinidad, más de lo mismo. La larga sombra de Bush está presente. Guantánamo sigue ahí, el bloqueo cubano sigue ahí. Por cierto, sólo EE UU, Israel y un gobierno títere de un lejano archipiélago oceánico, las Islas Palau, se opusieron, en la reciente asamblea general de las NN UU, al levantamiento del mismo. Es más, la política de contención y amedrentamiento contra los regímenes más progresistas de la región, y con los no tanto, tiene su culminación con la instalación de las bases en Colombia, las cuales, bajo el pretexto de combatir al narcotráfico y al terrorismo, ocultan la intención, y más que la intención, de servir de barrera y punta de lanza contra la expansión de la nueva y soberana Latinoamérica. Una vez más, la falsa cara del cambio norteamericano ha tenido su expresión, su manifestación, en la doblez de su postura ante la crisis hondureña. Después de tolerar, y en cierta manera amparar desde su base militar, el golpe, ha logrado descafeinar, en el mejor de los casos, el regreso de Zelaya a la Presidencia del país.

Por su parte, Israel, el gendarme, el nunca confesado poder atómico, el perro de presa en el Medio Oriente, impone su ley de reminiscencias bíblicas. Los palestinos: mal, gracias. Y hoy que tanto se habla del derrumbamiento del muro de Berlín, ¿qué hay del de Palestina? El África subsahariana se debate entre el hambre, la corrupción, las guerras tribales, propiciadas externamente por el control de sus ricos recursos naturales y en una huida hacia delante, emigra por hambre y miedo como última esperanza. Irak, ¡oh, dulce paraíso de la democracia bushiana! Al Imperio le basta con controlar su desgobierno y aprovechar su petróleo. Con Irán no ha podido, ¿puede ser potencia atómica? La duda, cual fantasma, recorre los salones de la Casa Blanca y las oficinas del Pentágono; la duda les ata las manos y desconcierta su diplomacia. ¡Ah! Afganistán. Duendes del Vietnam. Sin saber qué hacer. Lo fácil: más tropas, más cómplices, entre ellos nosotros. Más lejos, ¡cuidado!, apaciguar, en lo posible a la República Democática de Korea, ¡claro!, tiene la bomba atómica. Tolerar al gigante chino, procurar encajonarlo en una entente comercial y... veremos.

En fin, el cambio prometido, sueño de una noche, en este caso de otoño. Me pregunto: ¿dormirá tranquilo el inquilino de la Casa Blanca?, ¿soñará con sus buenos deseos incumplidos? Triste y amargo despertar de un hombre con raíces negras e islámicas, que un día insólito llegó a presidente de los EE UU de Norteamérica, mas el Imperio es algo más que la ilusión, que las promesas, que los sueños y, acaso, encadenado en su impotencia, cual nuevo Segismundo, deba exclamar: Los sueños, sueños son.

Antonio de Pedro Fernández, Cangas de Onís

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