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El callejero es mío

28 de Julio del 2016 - Julio L. Bueno de las Heras (Oviedo)

Leo en LA NUEVA ESPAÑA que en estos días se reaviva el ajuste de cuentas que nuestra izquierda más beligerante tiene obsesivamente pendiente con la Historia de España.

En efecto, unos fantasmas recorren el callejero nacional y el de Oviedo en particular. Son los fantasmas en pie de guerra de nuestra inacabada e inacabable guerra fratricida. Un conflicto cainita que, como las estériles reivindicaciones independentistas que llevan años castrándonos como nación moderna, encuentran más su razón de ser en perpetuarse como un comodín reivindicativo, como un estado de revulsión visceral permanente, que como un mal trago con inteligente punto final. Una tragedia histórica para asumir contritos en nombre propio y en el de los padres y abuelos que lo vivieron y sufrieron en carne mortal, para analizar desde el rigor histórico, el desapasionamiento y el propósito de la enmienda, y no con mala baba trasnochada, frecuentemente ignorante, no pocas veces falsaria y casi siempre sectaria.

A ver si acabamos de una vez por todas con este interminable listado de añejos contenciosos revisionistas y vindicativos, a ver si los fantasmas se relajan, dejan de darnos la vara de una puñetera vez con la Guerra Civil, con Franco, con la posguerra y con su eterna recontraposguerra. A ver si acaban, por Dios bendito, por Lenin, por Stalin, por Negrín, por Nin y por Odín, y se dedican a algo constructivo. A ver si redescubren lo que una generación de ilusos de izquierdas, derechas y centros quisimos creer que fuera el espíritu de la Transición, y dejan de tratar de reescribir lo que ya no se puede reescribir: que aquí se sufrió el penoso ocaso de un régimen podrido, una república vergonzosa y vertiginosamente encanallada, una cruenta guerra y años de talión, de miedo, de furia y de silencio entre la alpargata y el seiscientos. A ver si se pone punto final, y se lleva a cabo sin precisar para ello más del doble -o del triple o del cuádruple- del tiempo que llevó a nuestros antepasados el enterrar los agravios de la guerra contra el francés y el afrancesado, o de las guerras dinásticas o de las guerras coloniales. A ver si nos damos cuenta de que nuestros problemas ya no son ni los viejos inquisidores, ni los camaradas chequistas, ni los reyes caudillos, ni las caenas, ni las falanges ultramontanas, ni los obtusos regulares, ni los pistoleros de mono, saca y quema, ni los maquis ni los fugaos. Ni siquiera los terroristas internos, con los que hemos amagüestado acuerdos y olvidos que impostamos de victorias.

Lo son, entre otros demonios familiares, los nuevos inquisidores con el síndrome de Shylock.

Envidio su capacidad para creerse sin ápice de pudor sus propios mitos, ensoñaciones edulcoradas y mentiras; envidio su exitosa tenacidad para construir un pensamiento único, para atribuir y protagonizar legitimidades, atribuirse la exclusiva de competencias y capacidades y la facultad de definir dogmas, conferir salvoconductos de democracia, títulos de ética y progresía, permisos de ciudadanía y hornacinas de santoral laico. Me sorprende su desenvoltura maniquea para deshacerse de lastres históricos y contemporáneos, para olvidar historias turbias, vergonzosas y criminales, para borrar de la foto la incómoda imagen de los viles tipejos (y tipejas) que les han correspondido por fatal lógica estadística. Y lo que es peor, a recomponer y mitificar impúdicamente ideologías, hechos y biografías, o a negarlos y ponerse al margen, externalizando culpas cuando ya no quedan excusas ni asideros. Eso sí: y a no perdonar similares pecados en sus frecuentemente acongojonados y acomplejados adversarios, incapaces de ofrecer otra cosa que heroica abstención o sintonía vergonzante. (Por ejemplo adecuando y consensuando, con la misma legitimidad democrática que tuvieron quienes la promulgaron unilateralmente, lo que ahora es la ley de encarrilamiento y desarrollo reglado de los principios fundamentales de una Memoria Histórica más de partido que de nación.

¿Me quieren ustedes decir, por ejemplo, por qué razón -además de por ser vehemente creyente y combativo miembro de una incómoda y ya extinta raza de derecha ideológica- no puede tener a su nombre una calle quien fuera funcionario del alto nivel, ex ministro, líder político y diputado en Cortes de la República, y sí puedan tenerla quienes, desde la izquierda, colaboraron con el mismo gobierno de la Dictadura, quienes le amenazaron de muerte en sede parlamentaria o quienes tenían autoridad sobre los uniformados servidores públicos que finalmente le asesinaron en un auténtico crimen de Estado o de desgobierno?

¿Me quieren ustedes decir por que razón tampoco puede dedicarse una plaza o un monumento a la heroicidad objetiva de una ciudad rebelde sitiada y castigada duramente y, sin embargo, sí pueden tenerlos las también objetivas hazañas revolucionarias perpetradas desde el otro bando contra la misma legalidad de esa misma II República?

¿?

Ya.

P.S. Preparaos pues, calles de Covadonga. Salvo la atenuante de las nunca debidamente aclaradas razones del exilio de la Santina, andáis sobradas de incorrección política para ser pasto de futuros gadañazos. Y a esperar al péndulo.

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