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En memoria del doctor Crego

4 de Septiembre del 2016 - José Cuevas Yáñez (Grado)

Te conocí por circunstancias de trabajo al poco de llegar a Grado, hace ya 31 años, y parece que fue ayer. Desde tu sobriedad castellana se adivinaba enseguida un corazón pleno. A pesar de nuestra diferencia de edad, no tardamos en congeniar, fue muy fácil contigo, don Francisco. No soy el más indicado para escribir, pero lo hago porque algo aquí dentro me lo pide a voces.

Dedicaste una vida entera a los demás, siempre tenías tiempo para todo y para todos. Nunca te importó si eran de una creencia o de otra, si podían pagarte la consulta, el desplazamiento, o no tenían para ello. Con igual tesón y entrega, los atendías. Tu vocación de sanar al enfermo fue tu meta y devoción. A ello te dedicaste en cuerpo y alma hasta el mismo y triste día que te arrebataron la vida. Pero que sepas que los hombres como tú nunca mueren, deviene imposible, ésa es la verdadera fama que entendían los griegos, que te recuerden después del tránsito.

También fuiste mi médico de cabecera durante muchos años, hasta que estos legisladores no tuvieron otra cosa mejor que hacer que apartarnos a muchos de ti, aunque, a decir verdad, el elenco de médicos de Grado, en el centro de salud, es para sentirse orgulloso y ciertamente privilegiado.

Comenzaste a caballo por los pueblos y montes del concejo, tan arriscado y espacioso, cuando las condiciones eran terribles. Entre la nieve y la lluvia, sin comer o haciéndolo a la carrera. Los tiempos más duros, donde para ti no existían los imposibles, tampoco la distancia. Recuerdo que, por motivos de servicio y, por qué no decirlo, por mi juventud e inexperiencia, estuve tres días y tres noches sin dormir, a base de cafés puros, uno tras otro. Hasta que me sentí mal. Acudiste veloz y con tu voz grave, tras mirarme las pupilas y el pulso, me reñiste un poco, sin parecer que lo hacías. "Tómate un vaso de leche caliente con azúcar y a la cama de inmediato". Así lo hice y al día siguiente, nuevo. Es que tus palabras al paciente eran otra medicina, esa que sale desde la propia raíz de Hipócrates, en aquel siglo de Pericles; de tu gran alma buena.

El primer semáforo de Grado lo pusiste en el propio balcón de casa, donde tu compañera de vida, Ana, te avisaba cambiando el color para que acudieras, porque había una urgencia.

Descubriste a los moscones las tertulias matinales; en tu propia casa y a primera hora de la mañana les leías a los asistentes el periódico, en tiempos en que la cultura escaseaba y no estaba al alcance de todos.

Viviste con coherencia y entrega a los demás. Feliz, con tu gran puro en la boca. No hace una semana que paseé contigo por la calle Manuel Pedregal y me dijiste que no fumabas, pues no tragabas el humo, mirándome con esos ojillos tan picaruelos como nobles. Sonriente. No eras tan charlatán como yo, pero decías mucho más con menos palabras.

Quiero que sepas, desde donde estés ahora, que ha sido un placer, un orgullo y me siento feliz de haberte conocido, de haberte apreciado y sentir este cariño por ti.

Grado entero, todos, desde los más humildes a los de mejor posición, estamos en deuda contigo, por siempre, para siempre. Si pudieras hablarme, me dirías algo parecido a lo que escribió el poeta y filósofo bengalí, Premio Nobel en 1913, Rabindranath Tagore: "Cuando mi voz calle con la muerte, mi corazón te seguirá hablando".

Se comenta de ponerte una calle en Grado. Me parece bien, pero la más grande, que sea una avenida entera. Que las nuevas generaciones sepan de ti cuando pasen cien y más años, pues eres ejemplo a seguir y difícil de imitar.

Tu corazón sí me sigue hablando; gracias, querido doctor Crego, don Francisco. Gracias, amigo, muchas gracias. No te entretengo más, que igual tienes pacientes que atender. Un abrazo desde lo infinito, el más grande que pueda darte. Con toda mi alma.

Beatus ille...

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