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Un diagnóstico a bocajarro

13 de Septiembre del 2016 - José Fernández Díaz (Oviedo)

"Quien sólo sabe de medicina, ni de medicina sabe" (J. Letamendi)

Mi tío abuelo tiene 91 años. Es una persona amable y serena que ha llegado a la madurez de su vida con la conciencia tranquila y la cabeza alta. Es una persona que ha visto cómo sus padres y diez de sus hermanos envejecían y fallecían, una persona que ha vivido la guerra, la posguerra, una dictadura y el inicio de la actual democracia. Mi tío abuelo ha visto cómo se formaban gobiernos y se aprobaban leyes que ampararían al ciudadano, ha visto crecer y desarrollarse pilares tan firmes como la educación, los servicios sociales o la sanidad.

Ayer, y con ayer me refiero al 23 de agosto, he visto cómo mi tío abuelo se apuraba a limpiarse una lágrima fingiendo que no había entendido a su buen doctor. Prefirió fingir a darse cuenta; yo preferí fingir a explicarle lo que pasaba. Juntos salimos del médico camino a casa y durante los 15 minutos que duró el trayecto en coche hablamos de cómo haríamos para recoger las manzanas este año.

El médico del que hablo se encontraba atendiendo las urgencias de un centro de salud en una localidad asturiana en la que nosotros nos hallábamos de vacaciones.

Allí llegamos mi tío abuelo y yo un poco asustados, porque hace tiempo que tenía una herida en la cabeza y por mucho que mi madre se la curaba, la herida no acababa de mejorar. Este día tenía peor pinta y parecía supurar, con lo que decidimos no esperar más y le convencí para que me acompañara al médico, prometiéndole una cura rápida e indolora.

Al llegar al centro, rápidamente nos hacen pasar con el médico, ya que no hay mucha gente en la espera. Con el doctor las palabras fueron escasas y apenas llegamos ya vimos que no sería una consulta fácil. No nos saludó, aunque nosotros sí lo hicimos; no nos invitó a sentarnos, aunque seguro observó el bastón de mi tío; no quiso escuchar mucho de lo que le íbamos a contar, aunque nosotros sí intentamos contárselo; tampoco se molestó en mirar demasiado la herida, el diagnóstico estaba claro, no había dudas, ni análisis de sangre, ni paños calientes: esto no es una herida, es una queratosis actínica precancerosa, bueno, si no es cancerosa ya. "Pasa con la enfermera, que te hará la cura, y luego pide cita en el médico de cabecera para que un dermatólogo lo vea, a ver si no es demasiado tarde".

Soltada la bomba, lo mejor es huir rápidamente del escenario, y así lo hizo, abandonó la sala apresuradamente y nos dejó en presencia de la enfermera, una joven más dispuesta a echarnos una mano y a escuchar lo que teníamos que decir, también a aclarar mis dudas y a ayudarnos a recomponernos del susto.

Minutos después, esos minutos largos en los que uno piensa muchas cosas a la vez, regresa el médico a su despacho. En esa vuelta le interrumpo, o así me lo hizo saber por la expresión de su rostro, y le pido que si puede ponerme por escrito esas palabras que antes había dicho. El doctor me responde que ya están en la historia del paciente, pero, tras insistir un poco más, acaba imprimiéndomelas, no sin antes recordarme que estoy haciendo un mal uso del servicio de urgencias, de interrumpirme dos veces en el intento de mi respuesta y de acusarme de que tenemos a mi tío en situación de abandono, y que se pensaría si denunciar la situación a Servicios Sociales.

Y es aquí donde se produce el quiebro, hasta aquí pude aguantar.

La dureza de esas palabras, señor doctor, fueron la guinda del pastel y el inicio de esta carta. La dureza de esas palabras, señor doctor, han olvidado cualquier juramento hipocrático y no son propias de un profesional preocupado por la salud y el bienestar de sus pacientes. Porque en esa acusación está usted incluyendo a mi madre, una mujer que se desvive por su familia 24 horas y media al día; a mi padre, que siempre ha cuidado y querido a su familia política; al hermano de mi madre, que ha compartido toda su vida con mi tío abuelo y que le siente como a un padre, y, obviamente, a mí también, que, aunque paso menos tiempo con él, todos y cada uno de los recuerdos de mi infancia van asociados a su presencia.

Y vuelvo al inicio de este escrito, señor doctor, y en boca de mi tío abuelo le digo: Tengo 91 años y ya no pierdo el tiempo dando lecciones a nadie, pero ojalá el día de mañana se lo piense dos veces antes de diagnosticar algo tan severo de una forma tan fría; ojalá el día de mañana sonría a su paciente y le transmita calma; ojalá el día de mañana sea más cordial en el trato; ojalá el día de mañana piense un poco más en la historia que tiene ante sus manos y lo que usted puede hacer por ella.

Ojalá, y ésta ya es mi voz, señor doctor, el día de mañana se tope con alguien como usted en un momento de necesidad, porque será entonces cuando verdaderamente entienda mis palabras.

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