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Juan Cabo, un hombre de Dios

25 de Octubre del 2016 - José Carlos Enríquez Díaz (Ferrol)

Juan, amigo, como Agustín Villamor y tantos otros misioneros, hiciste opción por los marginados sociales, por los pobres, por las clases humildes. Sufriste también porque las almas grandes sufren mucho al ver que no pueden hacer nada tan grande como Dios merece.

Los magnánimos como tú son fáciles de reconocer porque tienen detalles especiales y delicados y están siempre disponibles sembrando alegría alrededor, resolviendo situaciones difíciles, creando optimismo y oxigenando el ambiente. Por eso sé que fuiste para muchas vidas como un oasis en medio del desierto que es el mundo actual.

Pudiste alguna vez equivocarte, pero siempre de corazón limpio y alma grande.

Donde tú estabas te hacías notar por tu grandeza física, pero sobre todo espiritual.

Jesucristo fue el motor de tu vida. Tú sabías muy bien que el camino radical para la curación de los males de nuestra sociedad es la construcción de una sociedad cristiana sin estar separada en un gueto, sino en medio del mundo, la cual está animada en todo espíritu cristiano comunitario.

Tu disposición para escuchar al prójimo y aprender de él siempre iba unida a lo que San Ignacio llamaba con palabras paulinas "discreción de espíritus", así el diálogo siempre es sincero, profundo y revelador. Buena muestra de ello es que mis amigos evangélicos que te conocieron en una comida fraternal en mi casa de La Coruña se interesaron por ti y me encargaron que le transmitiera su más sincero pésame a tu comunidad de claretianos y a don Luis Ángel.

Tu muerte ha caído como un jarro de agua fría, pues eras querido por muchas personas. En los últimos días se han interesado por tu salud desde Suiza, Francia, Perú, Italia y Estados Unidos.

Tú tenías la eminencia del que no se deja hundir y, pasara lo que pasara, sabías adelantar siempre tu cabeza a la luz.

Había también en ti algo de roca y era porque ante los problemas comunicabas siempre seguridad. El monte no se asusta ante el abismo.

Fuiste un misionero mensajero de paz y de esperanza, protagonista de todo menos de ti mismo.

Creías en las personas hasta el exceso, por eso me acompañaste y me sacaste del pozo en el que estaba cuando me conociste.

Tu ayuda a los demás siempre fue, como decía hace pocos días don Luis Ángel en Galicia Ártabra, "con convicción y decisión de caminar con los demás y ayudar al que lo necesita".

Los maestros de la vida espiritual dicen que las almas grandes como tú pueden sostener ante Dios una nación entera, porque Dios siempre quiere calidad y no cantidad.

Gracias, Juan, tu semilla de utopía y esperanza generosamente sembradas no morirán jamás, pues el Padre te ha cogido con la lámpara bien llena.

Solamente los magnánimos como tú llegan a una auténtica vida espiritual porque le dan todo a Dios de una vez, mientras que los demás ponemos límites a nuestra entrega.

A pesar del dolor, que es grande, sé que no todo ha terminado, porque si nuestra esperanza en Cristo se limitara a este mundo, seríamos los más dignos de compasión de todos los hombres.

La resurrección de Jesús es la garantía de nuestro futuro tras la muerte. "Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente" (Jn.11:25-26).

El fundamento y la seguridad de nuestra esperanza descansan, por tanto, en la resurrección corporal de Cristo. Porque, en palabras de Pablo, "si Cristo no ha resucitado, vana es entonces nuestra fe" (1 Co 15:17). Esta esperanza en una vida plena y eterna nos libra a los cristianos del horror natural ante la muerte, ilumina las tinieblas que envuelven el acto de morir y cambia la naturaleza del duelo.

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