El expolio de la Cámara Santa
La noticia del robo perpetrado en la Cámara Santa la escuchó, consternado, el maestro orfebre Werner Henneberger en su casa de Colonia y comentó que, como mal menor, podría haber sido por encargo de algún millonario caprichoso, y, por tanto, las joyas estarían intactas.
Siendo un joven estudiante, Werner había tenido la suerte de tocar con sus manos las cruces, por deferencia de aquel buen canónigo que fue don Benjamín Ortiz, y, naturalmente, quedó enamorado del Tesoro y extrañado de la falta de dos esmaltes, sustituidos por piezas de carey en un brazo de la Cruz de la Victoria.
Ya con su título de "meister", habló personalmente con el deán de la Catedral y le comentó la posibilidad que tenía de rehacer las piezas con esmaltes y filigranas de oro, ya que disponía del material idóneo, incluso la materia de obtención del especial esmalte. El deán aceptó la sugerencia y Werner vino con una gama de tonos a contrastar el adecuado y regresó a completar su tarea en Colonia.
Cuando trajo las dos piezas definitivas, el deán le dijo que no disponían de dinero para pagarle y que únicamente le daba cinco mil pesetas para, al menos, compensarle una parte del combustible consumido por su Volkswagen.
Posteriormente, se editó un libro en el que aparecía la Cruz de la Victoria con los esmaltes incorporados, y la hermana de Werner lo adquirió y lo envió como regalo, ya que la petición que aquél hizo en su día de recibir una foto no fue atendida.
Durante sus conversaciones con el deán, Werner le advirtió del gran peligro que suponía la ausencia total de seguridad en la Cámara Santa y le contó la anécdota de que a él, a la sazón conservador del Römisch-Germanisches Museum de Colonia, lo habían retenido al saltar una alarma por no haber esperado el tiempo suficiente a que actuase su desconector personal. Aquel hecho se aclaró inmediatamente y no le supuso ningún disgusto, contrariamente al que le produjo el lamentable suceso de nuestra Catedral.
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