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Mareando la perdiz

28 de Septiembre del 2016 - Antonio Valle Suárez (Castropol)

Desde que el hombre es hombre uno de los motivos de su perduración fue la práctica de la caza. De ella se nutría al tiempo que aprovechaba sus pieles para protegerse de las inclemencias del tiempo. El hombre cazador siempre procuró ir controlando la garantía de supervivencia de esa despensa en sus manos aplicando las normas precisas para evitar la desaparición de ambos hombre y animal, consiguiendo conservarla y custodiar casi intacto todo el entorno a través de los tiempos. Unas normas que no habían sido dictadas por nadie ya que sólo existían en su mente racional. Antes de lanzarse sobre la presa repasaba el grupo donde ésta se encontraba escogiendo a la que creía más adecuada para abatirla. De esa forma, nunca le faltó alimento ni vestimentas para poder subsistir él y su prole. Así fue por los siglos de los siglos y hasta que las cosas empezaron a cambiar mermando seriamente esa despensa en nuestra vieja Europa. Con la modernización de las armas de fuego para la caza a mediados del siglo XVIII comenzaron los grandes sobresaltos indiscriminados a ser conocidos por las naciones llamadas civilizadas, viendo cómo muchas especies cinegéticas desaparecían de su vista para siempre. Con la aparición del rifle de aguja, allá por el siglo XIX, en las praderas del Oeste americano fueron abatidos prácticamente todos sus bisontes que, hasta entonces, abastecían de carne y abrigo a los pueblos indígenas de aquel continente. Como consecuencia de todas estas prácticas poco controladas, la caza fue circulando por mal camino para, más tarde, ir cojeando y ahora, en nuestros días, llegar renqueante y muy mermada, principalmente porque se practica con las más modernas de las técnicas matar mosquitos a cañonazos. Su práctica alimenta, además del modus vivendis de algunas regiones, a una industria armera que desaparecería si la caza también lo hiciese. Para intentar que todo siga su armonioso curso ha de ser reglamentada, controlada y vigilada constantemente. La última ley de caza 2/1989, con revisión vigente desde 1999 en el Principado de Asturias, se expresa claramente y parece que disipa posibles dudas en sus apartados pero, desgraciadamente, a la lectura de la misma quedan sembradas graves cuestiones de seguridad. Tan graves que las llamadas zonas de seguridad que se contemplan en el reglamento autorizan a practicar este noble arte a partir de distancias que comienzan a los 100 metros de vías de uso público, férreas, arroyos, ríos, núcleos urbanos, rurales y zonas habitadas, así como cualquier otro lugar que sea declarado como tal (actualmente hay que añadir a lo anterior zonas de descanso, campos de golf, prácticas deportivas de bicicleta, caminantes, buscadores de setas).

Esas normas son casi tan permisivas como las propias que regulan la práctica del inocente juego del paintball, pero con la diferencia de que en este juego se disparan pequeñas e inofensivas bolas de pintura que, al alcanzar el blanco, sólo lo manchan de color. Pero en el deporte de la caza, mal que nos pese, aunque también se usan bolas, éstas son bastantes más mortíferas que las usadas en la propia guerra. Son las llamadas balas blandas. Esta munición, al tomar contacto con el blanco, puede ocasionar la destrucción total del mismo, sin ninguna posibilidad de recuperación. Un disparo de escopeta con ánima lisa puede matar hasta una distancia de más de un kilómetro, pero uno con un rifle de ánima rayada puede hacerlo hasta un radio de más de cinco mil metros.

Este repaso en mi conciencia surge después de leer el artículo de José A. Ordóñez, en LA NUEVA ESPAÑA del pasado día 25 de septiembre. De dicho artículo estimo destacar lo siguiente: Los aficionados reclaman un nuevo reglamento de la caza y mejoras en la gestión de los daños. ¿Por qué no reclamamos también los espectadores a nuestros gobernantes una coletilla similar, justa, razonable y entiendo que más necesaria que los meros daños materiales que se produzcan por la práctica de la caza? ¿Acaso no es más importante la vida del ser humano que el vil metal condenado a acompañarle? Podría ser así:

Los ciudadanos reclaman que un nuevo reglamento de la caza contemple blindar los llamados espacios de seguridad, marcando una distancia adecuada que proteja la integridad física de las personas obligando al mismo tiempo, a los que practican la caza, al uso de armas de corto alcance (escopetas y no temibles rifles que pueden matar a tan largas distancias).

Bueno, claro que también habrá quien pueda pensar que soy un exagerado, que tampoco es para tanto, que no es tan complicado protegerse de esos insignificantes riesgos ya que, simplemente, para remediarlo con éxito bastaría con quedarse encerrado cada uno en su casa, sin acercarse a las ventanas en épocas de caza y conformándonos sólo con hacerlo en épocas de veda. Sí, tan sencillo como esconderse y no asomar la cabeza fuera de la vivienda en los días que marca la Administración en su calendario de caza.

A los responsables que tienen el poder para manejar esta ley pidámosles con humildad: ¡Piénsenlo ustedes, señores, por favor! Es cosa seria. No nos acordemos de Santa Bárbara sólo cuando el trueno está encima.

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