La conciencia

9 de Noviembre del 2016 - Justo Roldán (Oviedo)

Cada vez va siendo más corriente el apelar a la conciencia individual para discernir lo que está bien de lo que está mal... Lo bueno de lo malo... lo lícito de lo ilícito... y la verdad de la mentira. Y este recurso a lo que mi conciencia me dicta dista mucho de ser siempre una recta conducta, una recta decisión, etcétera.

El obrar en conciencia no justifica ante nadie, ni ante nada que aquello que se ejerce en su nombre sea bueno per se tanto para el que lo ejerce como para los que pudieran ser afectados de una decisión basada, simplemente, en aquello que uno considera en conciencia que es lo correcto. Pues a nadie se le puede escapar que ésta (la conciencia) se forma o se deforma. Un ejemplo al que acudo yo, con mucha asiduidad, es al terrorismo; ¿y alguien puede pensar que no matan en conciencia? Pues para ellos, y para su conciencia, lo que hacen es, además de lícito, un acto para nada repudiable, pues están en la certeza de que obran bien.

Sólo este ejemplo pudiera servir, por su extremismo, para darse cuenta de que nuestra conciencia si no está rectamente formada, no puede ser garantía de decisiones morales, éticas o sociales intrínsecamente buenas. Sólo -y eso es así- nos sirve para acallar nuestras responsabilidades, pero nada más. De tal modo que cuando uno no acepta principios morales y éticos que la razón y el sentido común a veces aprecian, uno tiende por lógica humana a autojustificar sus propios actos. De ahí que debamos tener muy claro que somos malos consejeros para con nosotros mismos.

Si hoy se apela tanto a lo que ella me dicta es por la nueva -o vuelta a poner de moda- filosofía del relativismo... Donde se vuelven a rescatar frases tan relativas como la de que nada es verdad o mentira, sino que todo depende del cristal con que se mira (como sentenciara Campoamor). Y, claro, si se les contesta con su misma teoría, hay que decirles ¿no son vuestras teorías también relativas?

Se quiera o no, se acepte o no, hay una ley natural y una ley divina. La ley natural se rige por el orden que tiene establecido. Los seres humanos podemos vivir y hasta alterar y modificar esa ley sin falta de un Dios. Podemos, por el gran misterio que es la libertad individual, progresar, también sin Dios, regir el mundo dándole la espalda, o volviendo a crucificarlo, pero el resultado será siempre la destrucción del hombre por el hombre. El ser humano, sin saber de dónde viene y apagando, con los medios humanos artificiales, el pensar en su final, termina siendo un lobo para sí mismo y para los demás. Es decir, ¡ahora yo, después yo y siempre yo!, teoría filosófica egoísta donde las haya.

Pues no es así, las conciencias hay que formarlas, para que sepan tomar la decisión correcta en el momento más conveniente. Y aunque sólo se parasen a pensar que lo que no quiero para mí no lo deseo para los demás, algo tendríamos ganado todos, y las decisiones que adoptásemos serían algo más humanas. Porque muerto el humanismo marxista, sólo sigue quedando -por verdadero- el humanismo cristiano. Por eso, a aquellos que ni quieren éste último, y viéndose perdidos ante la mentira del primero, sólo les queda apelar a la conciencia, para, al menos, terminar pensando cómo viven, lo que dista mucho de un cristiano que se rija por diez normas, las cuales le llevan a vivir como piensa. Si Dios ha muerto, el superhombre no existe, como así lo pensaba Nietzsche.

Conclusión: No es tan fácil excusarse en la conciencia como algunos pretenden...

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