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¿Qué hacemos con las cenizas?

3 de Noviembre del 2016 - José Antonio Gutiérrez González (Piedras Blancas)

Los pueblos anteriores al cristianismo no enterraban a sus muertos, los incineraban, siendo éste un rito ancestral que en la Península realizaron íberos y celtas, como también muchos pueblos de Europa. Sería el cristianismo quien, en cierto modo, generalizó los enterramientos al estilo semítico. Enterramientos, preservación de la corrupción de los cuerpos y vida más allá.

Estas líneas vienen a colación a propósito del anuncio del Vaticano, de su preferencia por la inhumación a la incineración de los muertos. Inhumación que hasta cierto punto rememora la sepultura de Jesús de Nazaret y la salida de la tumba narrada de diferentes modos por los evangelistas. Inhumación, cuerpo, resurrección que han sido en esa secuencia preservadas en la creencia cristiana. Ahora la Iglesia prohíbe esparcir las cenizas o tenerlas en casa, incluso dividirlas. Una prohibición que, como reza el documento, pretende evitar cualquier "malentendido panteísta, naturalista o nihilista". Conceptos éstos últimos demasiado filosóficos, cuando no escatológicos y de difícil comprensión por no pocos creyentes.

El documento, además, no permite la dispersión de las cenizas en el aire, en la tierra o en el agua, o la conversión de las cenizas en recuerdos conmemorativos, en piezas de joyería o en otros artículos. Documento severo y drástico que marca la posición inequívoca de la Iglesia y que los católicos han de seguir. Llega a un punto donde se puede negar el oficio religioso si hay certeza de que los restos serán aventados, esparcidos, etc.

El prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el cardenal Müller, con el visto bueno del papa Francisco, parece haber generado un conflicto a muchos católicos que optaban por conservar en el hogar las cenizas resultantes de la cremación de sus seres queridos, o bien esparcirlas en un lugar de valor simbólico para el fallecido. Un conflicto derivado de tener que decidir actuar según sus preferencias, o aquellas expresadas por el difunto, o bien responder a las exigencias dogmáticas de la Iglesia Católica.

En el terreno de los afectos, por lo general, todos somos bastante reacios a que nos gobiernen. Por ejemplo, perder un hijo es la experiencia más dolorosa por la que sufren los padres, pero la proximidad de los restos pueden encontrar cierto alivio en su dolor.

Solo los seres humanos morimos, los animales simplemente perecen. El sabernos mortales, la conciencia de la finitud, es lo que domina nuestra existencia y recorrido por el mundo. Al mismo tiempo, la muerte se nos descubre como el sinsentido por excelencia. Los rituales mortuorios y la cultura funeraria están presentes desde el origen del ser humano, y son universales. El agujero que nos produce la muerte cada uno lo trata como puede, normalmente de acuerdo a los ritos que le proporcionan su tradición y sus creencias religiosas.

Por ello, me parece discutible el dictamen de la Congregación para la Doctrina de la Fe que prohíbe esparcir en el aire o guardar en casa las cenizas de nuestros seres queridos. La cuestión de fondo, es que, al igual que en el camposanto, cualquier creyente pueda rezar en presencia de los restos de todos los miembros de la familia ya fallecidos; es obvio que con las cenizas esparcidas esto no es posible, además de que, en casa, se podría hurtar tal posibilidad a un familiar poco querido, por ejemplo, un ex cuñado.

Pues bien, no parece razonable que en pleno siglo XXI se imponga la moda de tirar los restos del abuelo por su barranco preferido. Tampoco resulta muy edificante, como ocurrió en Sevilla, que una señora lleve los restos de su difunto marido en un "tetrabrik" para arrojarlos en el césped del estadio del Betis porque era socio del club; si la costumbre se extiende entra la hinchada verdiblanca sería imposible de ver las pintadas líneas del campo. No creo, por tanto, que se trate de un problema ecológico, ni de salud pública, ni, como he leído recientemente, las urnas en el mar supongan un riesgo para la navegación; se trata, simplemente, de usar el sentido común.

Quitemos, pues, hierro a la cuestión, y pensemos, sin ningún dramatismo, si es realmente necesaria esta nueva regulación.

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