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¿El señor Diógenes?

20 de Noviembre del 2016 - Antonio Valle Suárez (Figueras (Castropol))

¡El cartero, un paquete!, ¿de dónde viene?, ¿qué trae? Remite la tía Maximina, de Buenos Aires. (Una aldea del occidente asturiano. Años 50 del pasado siglo). Toda la familia alrededor de la vieja masera de pino para ver el contenido de aquel presente: unas alpargatas verdes buenas para la fiesta de San Lorenzo; una camisa blanca almidonada, una cajita negra forrada con una especie de terciopelo negro y, dentro de ella, como único contenido, una harina gris oscuro parecida a la del maíz torrado. Con ella se hicieron unas papas ralas que no llegaron a ligar pero, a pesar de todo, sirvieron para la cena de aquella noche (lástima que días más tarde se recibió una carta, estropeándolo todo, donde se explicaba que aquella harina correspondía a las cenizas de la tía Carmen que recalaban a su tierra). Forrándolo todo, unas revistas de Blanco y Negro. Aquellas revistas rodaron y rodaron por toda la casa. Contenían artículos sobre Nikita Cruschof, sobre la Cuba de Batista, de un sinfín de autores que habían descargado allí sus plumas para entretener, para comer, para informar y, cómo no, para culturizar al osado lector, que llegaría a memorizarlas todas pasados unos años. Confieso que toda la familia conocía al detalle todo lo allí plasmado.

Un buen día (calculo que allá avanzados los años 70), en mi casa, mi padre, contra la voluntad de mi madre, tiró dos carretillas a rebosar de desperdicios, entre los que se encontraban las de Blanco y Negro amén de otras publicaciones. Quemó todo en una purificadora hoguera. Después de aquello ya nada fue igual. Por la puerta que se entreabría a la abundancia y dentro había ahora sitio suficiente, comenzaron a entrar en casa la televisión en blanco y negro, el calentador de gas, la nevera, la Mobylette; al mismo tiempo que se sentían arrinconadas la hermosa lata del Cola-Cao, la botella de La Casera, alguna lata de aceite vacía (que había sido guardada para hacer un posible molde para empanadas), unos exprimidores de zumo averiados (por si acaso se necesitaban piezas para repuestos), latas de pintura sobrantes con su contenido seco y un sinfín de cosas inútiles más que llevaban conviviendo con nosotros, en buena armonía, hacía una pila de años. Y, aquí y allá, lotes de periódicos de los domingos. En la limpieza general que hizo mi hermana a finales de los 90 aparecían docenas de diarios como LA NUEVA ESPAÑA y otros desaparecidos hoy: "Arriba", "La Voz de Asturias", "Hoja del lunes", hasta "El Caso". ¡Qué dolor tirar todo aquello!, ¡cuántas ilusiones y recuerdos defenestrados ahora, sin contemplaciones, fuera del hogar!

Hoy, casi tres décadas más tarde, muchas de nuestras casas con más de veinte años encima, rebosan de bienes que antes anhelábamos y ahora que los tenemos sólo nos sirven para ocupar sitio y andar atravesados todo el día esperando a sernos de alguna utilidad que nunca llega pero, a pesar de todo, somos felices tropezándonos diariamente con ellos. Tenemos de todo; de todo lo que nunca nos habíamos podido imaginar hasta pares de gafas viejas, con pocas dioptrías y que ahora no nos sirven, junto a sus fundas obsoletas, reposando encima de un bidé retirado y pasado de moda unos años atrás.

Yo me pregunto: ¿no será que en estos tiempos que corren la mayoría de nosotros, por tener hasta seguimos teniendo la casa llena de cosas inútiles que fuimos almacenando a lo largo de los años y, hasta ahora, hemos sido incapaces de tirar a la basura? ¿O será más bien que, gustosos, sin darnos cuenta, ya tenemos agazapado conviviendo con nosotros y nuestras cosas al llamado síndrome de Diógenes?

No se rían, ahora en otoño revisen sus casas y sus cosas y cuéntenme después.

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