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No será para tanto

15 de Noviembre del 2016 - Fernando Menéndez Galán (Piedras Blancas)

Hace unas semanas, durante una estancia mía en San Luis (Misouri) volvía a casa después de ver un partido de la selección española. Estaba en la calle Lindell Boulevard. Cortada. ¿Por qué? Aproximadamente a 2,5 kilómetros está Washington University. Y allí se celebraba aquella noche el segundo debate presidencial entre Hillary Clinton y Donald Trump. Se ha escrito mucho sobre ese debate, del que lo más reseñable y edificante fue (y vale para toda la campaña), probablemente, la brillante parodia llevada a cabo por Alec Baldwin y Kate McKinnon en el programa de televisión "Saturday night live".

Viví los dos primeros cara a cara presidenciales en Estados Unidos y vi desarrollarse un buen tramo de la campaña electoral. Y tendía a ver las noticias de aquí y comentarlas. No dejaba de llevarme sorpresas. Lo que un día oía en los medios americanos aparecía al día siguiente tergiversado en muchos casos en las noticias españolas. Vaya por delante: no me gusta Donald Trump. No me gusta como personaje y tampoco me siento identificado con buena parte de sus ideas políticas. U ocurrencias, por recurrir a un término político patrio en auge últimamente.

Volviendo a unos meses antes, parecía claro que ésta era una campaña del bien contra el mal, donde se jugaba el destino del mundo. Trump era el avatar de todos los instintos más bajos del ser humano, que había tomado forma de señor fornido con traje y pelo imposible. Su rival era la salvadora de un país que, sin saber muy bien cómo, se había encontrado con un candidato republicano no muy bien entendido, y por lo visto en los resultados de las primarias, casi imbatible. O esto querían decir (y siguen diciendo) muchos medios españoles. Al llegar a Estados Unidos uno casi espera un país al borde del enfrentamiento bélico. "Clinton representa una visión de la Unión; Trump, a los racistas del Sur", leía hace unos días en prensa española, como referencia a la Guerra Civil americana. No es así. Lo que se encuentra uno es, eso sí, una campaña lamentable en que la política ocupa un segundísimo plano, dentro de un país donde la brecha social es grande, pero que, con todo, tiene una unidad nacional muy superior a la nuestra.

A partir de ahí, las semanas se sucedieron y, en cada una, un escándalo. O varios. A saber: neumonías, acusaciones de contubernio con Rusia, declaraciones machistas e ingenierías fiscales. La suma de todo esto y más llevan a la conclusión preelectoral más clara y contrastada con cada americano que conocí en aquel tiempo. Sin importar procedencia, edad, posición económica o ideología política, a nadie le gustaba Clinton y a nadie le gustaba Trump. Ni a una sola persona. Y esto llama la atención. El sistema de primarias de ambos partidos es participativo, condicionado por los superdelegados, de voto particular, pero que tiene poco peso porcentual en las votaciones (20 por ciento y 5 por ciento, según partido). Esto quiere decir que ambos candidatos tuvieron que contar con apoyo popular para llegar a la carrera final por la Casa Blanca. La explicación más sencilla que aúna esto y su baja popularidad proviene de la escasa participación que tradicionalmente existe en América, aunque fuera mayor esta vez (56,9 por ciento por un promedio del 50 por ciento desde 1945).

El resto del cuento es ya historia. Trump ganó pese a tener en contra a artistas, parte de los medios, sectores de su propio partido, las encuestas y hasta a Pedro Sánchez. Ahora, como anunció en un primer discurso poselectoral de perfil muy bajo, a Trump le toca tratar de aunar dos grupos de votantes muy divorciados en los últimos meses. El camino lo inició una Hillary Clinton con un discurso constructivo casi inesperado por parte de alguien a quien su rival prometió enviar a prisión.

Conviene ser realistas, en cualquier caso. Casi nadie se cree que de verdad Trump vaya a construir un muro en la frontera con México. El Senado y el Congreso son de color rojo, es decir, republicano, ahora mismo, pero The Donald se ha cansado de repetir que él no es un político, y parte del Partido Republicano no lo quiere demasiado bien, lo cual quiere decir que tendrá que pelear cualquier movimiento que vaya a pasar por las cámaras. Las pretendidas por Clinton buenas relaciones de Trump con Moscú no son porque sí una mala noticia en una muy presente, en Estados Unidos, invisible "Guerra Fría". El caso es que al final no será para tanto. Y más si comparamos. Después de todo, viendo los últimos once meses en la política española, en ciertas ocasiones hablando con americanos, en ciertas viendo las noticias, me sorprendía (sólo casi) a mí mismo pensando: "¡Quién nos diera a Hillary y a Trump!".

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