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Despedida al sacerdote Alfredo Valdés Blanco de su amigo Jesús González Lobo

28 de Noviembre del 2016 - Jesús González Lobo (Oviedo)

Ignoro qué contestarán la mayoría de los seglares a estas preguntas: ¿cómo ve usted al sacerdote? ¿Qué espera de él? Desde nuestro punto de vista, aunque estemos muy cerca de él, al mismo tiempo nos hallaremos muy alejados. Al verlo por fuera siempre lo miraremos de una manera muy distinta a como es en su interior.Pero imagino la respuesta: el sacerdote ha de ser... y aquí hay una interminable enumeración de cualidades que van desde las exquisitas formas sociales y la vasta cultura humana hasta la misma santidad en grado heroico.

Esto lo he venido pensando desde el día y la hora de la muerte de mi amigo, casi un hermano, el sacerdote Alfredo Valdés Blanco.

¿Y quién fue don Alfredo?, preguntarán los lectores. Desde mis quince años de edad, Valdés formó parte de mi vida. Allá fue, en Covadonga, donde lo conocí y desde ese momento comenzó a existir una relación de amistad entre un estudiante de Teología y otro de Humanidades. Él era el encargado de la liturgia y yo un “guaje” que participaba en ella. Los cursos pasaron y don Alfredo se ordenó sacerdote, quedando como profesor en el Seminario, llevando, entre otros cargos, todos los asuntos litúrgicos, mientras que a mí me nombraban Maestro de Ceremonias. El Señor Arzobispo Lauzurica daba mucha importancia a la Liturgia y por ello trajo de Montserrat a monjes benedictinos para impartirnos un curso, acordando enviar a don Alfredo y a mí al monasterio catalán con el fin de que viéramos en primera persona como actuaban allí en temas litúrgicos. Veinte días vivimos allí, en Montserrat, como benedictinos, y allí se fue afianzando nuestra amistad. En don Alfredo siempre encontré comprensión, humanidad, espíritu de fe, conducta lógica, entrega ilimitada, modernidad, solidez doctrinal, prudencia y sentido evangélico. Y siempre me quedaré corto, porque el sacerdote, en el día de hoy, tiene que ser todo esto y mucho más. Él tiene dimensiones y exigencias que difícilmente agotará la crítica de los seglares por intransigente que sea. Cualquier hombre es demasiado poco para poder ser plena y cabalmente sacerdote. El sacerdote agradece el homenaje de la exigencia de los seglares. Si nada se espera de él es que se le tiene en nada y por ello tampoco valdría la pena entregar la vida al sacerdocio.

La vida del padre Valdés y la mía propia han corrido parejas un tiempo. Ambos fuimos profesores en el Seminario, los dos estudiamos Derecho, trabajamos en la Curia Diocesana en cuestiones jurídico-judiciales, los dos fuimos canónigos doctorales en Covadonga e hicimos el cursillo de Cristiandad. Posteriormente nuestros caminos y ase separaron pues yo me embarqué en la enseñanza mientras él se entregó al apostolado. Recorrió, por así decir, media Diócesis: Santa María de Riosa y Santo Adriano, vicario parroquial y luego párroco de San Cristóbal de Colunga, administrador de San Pelayo de Pivierda (Colombres), párroco de San Cipriano de Pillarno (Castrillón) y capellán, a tiempo completo, en el Hospital San Agustín de Avilés, coadjutor de San Félix de Candás (Carreño), regente de Colombres y filial de Pimiango, ecónomo de San Martín de Turón (Mieres) y delegado diocesano de las Hermandades Obreras de Asturias. Estudió Derecho Canónico en la Universidad de Navarra, perteneciente al Opus Dei. Fue secretario de la Cancillería del Tribunal Eclesiástico, profesor y director espiritual del Centro de Peñavera en Oviedo, director de la Casa Diocesana de Ejercicios Espirituales y juez prosinodal. ¿Y por qué todo eso? El padre Valdés tan sólo buscaba el apostolado y, cuando creía que su vida sacerdotal no resultaba eficiente a su criterio sacerdotal, tenía que cambiar de sitio. Cuando vino a la Casa Sacerdotal pasaba por las Salesas y después se dirigía a la Iglesiona, en Gijón. Cada poco tiempo visitaba la Biblioteca de Asturias, en el Fontán, donde coincidíamos.Me extrañaba que faltase mucho tiempo, pero cuando yo iba a la Casa Sacerdotal lo encontraba huidizo sin saber la causa. De su muerte me enteré por la prensa en la propia biblioteca.

El sacerdote, puesto entre Dios y los hombres, tiene la absoluta certeza de no ser, ante los hombres, como lo quiere Dios, y de no ser, ante Dios, como lo necesitan los hombres, a quienes representa. Y sin embargo, él ama a Dios y a sus hermanos, los hombres. Y por este amor, hecho a veces pasión, es una pura angustia su sacerdocio. Si quisiera menos a sus feligreses podría resignarse a ser un sacerdote “como si fuese tal”, para salir del paso, pero no puede hacerlo porque tal resignación es totalmente incompatible con su ministerio. Aceptará, más o menos humildemente, sus limitaciones; no es un ángel, ni conviene que lo sea, si debe seguir “comprendiendo” a sus hermanos, pero no puede “aceptar” dado el concepto que él tiene del sacerdocio. Ve a este así, pero ni la mediocridad, ni la inconsciencia, ni la imperfección le valen pero, al mismo tiempo, su propia naturaleza le impone. Tampoco puede ni quiere dejar de ser sacerdote porque sus hermanos lo necesitan. Cristo sacerdote, el primero y el único, ya no regresa a nuestros campos, a nuestras aldeas y ciudades, a predicar el evangelio de la fe. Cristo ya no vuelve para perdonar al extraviado, a sacudir al dormido. Esa es ahora labor del sacerdote, que se siente consagrado a ella. Debe contagiar su fe y la ciega confianza en la Gracia Divina; se ve embarcado en su aventura de salvación.

El sacerdote debe de ser todo él un grito anhelante hacia la santidad, en medio de las luchas interiores, para alcanzar lo que el sacerdocio le pide. Por grandes e íntimos que sean sus sufrimientos y preocupaciones personales no puede liberarse de saberse lanzado a los demás y de vivir por ellos, aunque tampoco puede olvidar el deber de olvidarse de sí mismo. Por algo es administrador y cooperador de una redención actualmente operante. Él sabe que los hombres y Dios son siempre justos pidiendo y esperando de él mucho más. No puede herirle la impresión que tengan los cristianos de su misión sacerdotal. El sacerdote debe siempre buscar una perfección absoluta y un deseo de que él y el pueblo de Dios se amen en la fe con un amor sobrenatural.

Es cierto que se corre el riesgo del angelismo, de que semejante ideal debe encarnarlo en su vida un hombre que con todos los medios sobrenaturales de que dispone no le cambiarán radicalmente para convertir su vida en una naturaleza distinta. Cualquier sacerdote ya cuenta con este riesgo en el juicio que sobre él puedan tener los seglares. Él lo debe afrontar, como tantas otras cosas, el día de su ordenación sacerdotal y esa comprensión debe llegar hasta comprender la posible incomprensión ajena.

Y todavía el sacerdote debe comprender y agradecer cuanto los seglares sinceramente le muestran su sentir, qué piensan de él, qué esperan de él, qué ven en él, y le ayudan en su misión divina entre los hombres de su tiempo. Serán quizás matices accidentales, pero siempre son importantes, tratándose de su rendimiento en la línea del bien supremo en la que le ven los seglares y en la que desarrollan su vida y su actividad personal.

El sacerdocio, mirado desde dentro, es una pura angustia. No por ser deliciosa y voluntaria es menos angustiosa. Esto es lo que el seglar, por no poderlo vivir, comprenderá siempre de un modo imperfecto y aproximativo. Prestarse a ser sacerdote es, o una total inconsciencia, o una humildad rayana muchas veces en el heroísmo. Es ofrecer la propia vida para colocarla, sin dejar de ser hombre, en la encrucijada del hombre y de Dios. El sacerdote debe vivir con la convicción más honda y serena de que jamás podrá estar a la altura de la misión que acepta. Para todo cristiano es una angustiosa impotencia traducir en su vida el mensaje de su vida en Cristo. La vocación del sacerdote es el mismo mensaje para los demás hombres.

Cristo, por él, es menos que nadie; no se puede quedar en un simple personaje histórico. Es un hecho que abarca toda su existencia. El sacerdote se ve embarcado en su aventura de salvación. Se sabe consagrado a ella. Debe contagiar la fe y la ciega confianza en la gracia, aunque esté viviendo la crisis más amarga del espíritu en su camino hacia Dios. El sacerdote debe ser todo él un grito anhelante hacia la santidad en medio de las luchas interiores para alcanzar la que su sacerdocio le pide.

Los sacerdotes son ministros de Cristo en el sacrifico de la expiación y hay que tener una conciencia de la necesidad de hacerlo, primero por sus propios pecados y luego por los de todo el pueblo de Dios. Jamás debe absolver un pecado, por monstruoso que sea, sin la convicción de haberlo podido cometer él mismo. Por grandes e íntimos que sean sus sufrimientos y preocupaciones personales, no puede liberarse de saberse lanzado hacia los demás y de vivir por los demás. No puede olvidar el deber que él tiene de olvidarse de sí mismo. Por algo es el administrador y cooperante de la redención.

Así respondo a las preguntas que me he hecho al principio de este texto. Estas y otras muchas cuestiones las tratábamos don Alfredo Valdés Blanco y yo. En su día predicó en mi primera misa y yo siempre lo admiré, ayudándome en las cuestiones e interrogantes que mi fe planteaba. Yo sé que los hombres y Dios son siempre justos pidiendo y esperando de él, del sacerdote, mucho más. Entre la comprensión infinita de Dios y hambre dolorosa de la salvación, en nuestro corazón de pecadores persiste, en su increíble misión de prolongar en el tiempo la obra divinizadora de Jesucristo, este hombre incomprensible para sus hermanos que es el sacerdote.

Que mi hermano sacerdote haya alcanzado la gloria en Jesús con su madre la Santina de Covadonga. Adiós, mi querido amigo, mi querido sacerdote, mi querido hermano, Alfredo Valdés Blanco.

Jesús González Lobo

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