Un tipo genial

10 de Diciembre del 2016 - Javier Uría (Teruel)

30 de noviembre, 12.15 de la mañana: llamada entrante de Alejandra. Rechazo llamada, abro Whatsapp y escribo: “Estoy reunido”. Doble tic, Alejandra está escribiendo. “Murió el Ferre”. “¡Meca!”. A la sorpresa sigue la inevitable tristeza, el abatimiento. Salgo de trabajar, recojo a los críos y voy a buscar a Ale, que sale un poco más tarde; al subir al coche me dice: “Me emocioné. Llamé a Ceci; lloramos las dos”. Yo sólo pude decir: “Normal; son muchos recuerdos”. Pero en el trayecto a casa no tardamos en mudar el gesto triste por uno más alegre, al recordar cuando, hace unos meses, después de su paso por el hospital, lo vimos y nos dijo que tenía que volver a visitar a las enfermeras y llevarles unos “Ferre Roché”. Y es que Miguel Colunga, “el Ferre”, era un tipo genial, y, pese a la pena que provoca su muerte, es imposible recordarlo sin esbozar una sonrisa.

Yo lo traté de forma intermitente, mucho menos que otros, porque conocía a todo el mundo y alternaba con un espectro generacional increíble. Aunque nuestros padres eran amigos y habíamos coincidido de niños en alguna salida a pescar, cuando realmente empecé a disfrutarlo (porque a Miguel “se le disfrutaba”) fue en los años del campamento parroquial de Noreña en Ortiguera, donde era una institución. También en los de instituto en la Calle de la Iglesia: él, aunque ya no estudiaba, pasaba por allí en su “cirila” y recogía a cualquiera que tuviera un rato libre para que lo acompañara a cargar o repartir materiales de la Ferretería Colunga. No sé si lo hacía porque era muy miedoso (cosa sobre la que él mismo hacía continuas chanzas) o por su necesidad de estar siempre acompañado: tenía verdadero don de gentes o, como dicen los pedantes, unas “habilidades sociales” extraordinarias. En aquellos años, a mí me tocó acompañarlo en la cirila sólo una vez, porque yo era formal y no “piraba”, pero fue toda una experiencia: hablaba sin parar con una gracia increíble y conduciendo con un desenfado y una seguridad llamativa en alguien que desde niño tenía problemas de vista, empezando por un estrabismo que él atribuía a una operación en la clínica de los Vega: contaba que, habiendo despertado de la anestesia antes de tiempo, vio que tenía un ojo colgando, se lo colocó y se fue… “por eso me quedó así”. Esta era sólo una de las variantes que yo le oí de la historia en cuestión, que no tenía desperdicio: era un narrador fascinante y con una capacidad de improvisación pasmosa.

Además, tenía un verdadero memorión, y contaba cientos de anécdotas vividas por él mismo o por otros. Resultaba una persona culta, pues sabía un montón de cosas, sobre todo de Noreña y de Asturias, que había recorrido de cabo a rabo. Se relacionaba con gente de todo tipo, y a todos cautivaba con su humor y con su “saber estar”, porque, dentro de su carácter desenfadado y su afición a la juerga, que tantos compartíamos, demostraba con frecuencia una rara sensatez, no sé si provocada por ese carácter miedoso o por su inteligencia natural.

Tenía gusto por la música y gusto musical, porque cantaba lo que le echasen, sin fallar una nota, con un registro increíble para aquella voz castigada por el humo y por la conversación infatigable. Lo mejor era cuando combinaba su talento musical con su inventiva, e improvisaba, a ritmo de blues, de bolero o de bulería, que igual le daba, letras adaptadas a la conversación del grupo. Recuerdo una noche de guitarreo en la mesa de mármol del jardín del Palacio del Rebollín, con Chus y Ceci, con Juanín el Fusu, con mi hermano Pedro y otros amigos: Miguel estaba rememorando sus estudios de francés con la señorita Emilia, y comenzó a cantar, de repente, “Je mange la tour Eiffel en un bocata / y el Arc de Triumphe en godajas...” y gesticulaba al mismo tiempo con su mano el “loncheado” del Arco de Triunfo.

También narraba con mucha gracia su paso por el San Luis de Pravia, ese colegio para jóvenes difíciles en el que pasó un tiempo y donde vivió –contaba– “la huelga más corta de la historia”: indignados por los problemas con la calefacción, los alumnos (“lo mejor de cada casa”, decía Miguel) se plantaron en el patio negándose a entrar, pero salió el director y “pin, pan, pun: ¡calentáronnos a hosties!”.

En fin, se nos fue el pequeño de los hermanos Colunga, y enviamos nuestro pésame y nuestro abrazo a Fini, a Eduardo y a Arturo. Alzó su último vuelo el Ferre (a él le gustaba hacer el juego de palabras entre la versión abreviada de “Ferreteru” y el nombre asturiano del milano); quedarán para siempre sus anécdotas, sus canciones, sus chistes, los buenos momentos y las sonrisas que en tantos y tantos amigos suscitó.

Hasta siempre, amigo.

Javier Uría (Teruel)

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