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Futura vida rural como cuento navideño

22 de Diciembre del 2016 - Carlos Muñiz Cueto (Gijón)

De pie sobre la tanobia del hórreo, aislado del solorru por tacos, mueles, pegollos y pilpayus; abierta la puerta del hórreo, contemplo al equipo informático y de comunicaciones. Girándome, veo al sol levantando la niebla, que aún se enrosca en los árboles, oigo el lejano murmullo de las aguas que discuten en el río y escucho cánticos de villancicos en la aldea. Hay olor a mediodía, tierra húmeda y barro. Soy lo que antaño llamaban tornero/fresador: me encargo de varios centros de mecanizado deslocalizados por el mundo. Cuando me conecto a mi equipo de realidad virtual en el hórreo, me traslado al entorno de las maquinas con las que trabajo y, a través de su robot manipulador, veo lo que él ve y él hace lo que yo hago o le digo que haga. Las máquinas, controladas por su IA, sólo me avisan para hacerme alguna consulta de tarde en tarde. Este es el caso: al otro lado del mundo una máquina me ha enviado una petición de ayuda. Yo les hablo a través de mi álter ego virtual, y ellas me exponen las incidencias a través de su respectiva IA. De esa forma aprenden mutuamente, tanto mi álter ego como la IA que resuelve su incidencia. Las IA se encargan de toda gestión y control de la producción mundial. Pero, a la mínima incidencia, cada máquina llama a su IA y ésta, si lo ve preciso, al correspondiente álter ego del responsable humano de turno. Sí, hablamos literalmente con las máquinas o, mejor dicho, los álter ego hablan con las IA que instruyen a las máquinas. Muy lejos atrás quedaron las pantallas táctiles o la programación por teclado. El software de mi álter ego se autoprograma con mis actos y mi voz. Él, a su vez, aprende y transmite a las IA de las máquinas lo necesario. O bien habla con otros álter ego, comunicándome con otras personas: estén dónde estén conectadas. El idioma se ha ido convirtiendo en un esperanto. Realmente soy yo el deslocalizado en mi valle.

Existe un relato muy viejo que cuenta que en la antigua Tabacalera de Gijón, a finales del siglo XX, aislada en un cuartucho, había una vieja máquina mecánica totalmente automatizada por sus mecanismos. Fabricaba cigarrillos al ritmo hipnótico de sus gestos, y eran muchos los cigarrillos que hacía en su oscura soledad. Un jubilado la visitaba y mantenía productiva. Eso hacen ahora los robots manipuladores: saben recuperar, mantener y usar cualquier máquina.

Aparte de mi actividad de tornero/fresador, participo en actividades de instrucción que realizo desde mi hórreo, o bien enseño a niños y jóvenes paseando con ellos por el valle. Porque, también participo en las actividades agroalimentarias que realizamos en el valle y las enseño. Pues, aunque en esas actividades seamos ayudados por la tecnología, si ésta colapsara, seríamos capaces de ser autónomos y autoabastecernos ayudándonos de nuestros animales. De suyo, gracias a la tecnología, pasamos más tiempo desconectados que conectados; eso si excluimos nuestro álter ego para urgencias con sus sensores de vista, oído, olfato, y hasta tacto. La actividad diaria es cada vez más la de valernos por nuestro propio conocimiento y nuestra mutua, activa y exclusiva actividad. Hemos vuelto a métodos antiguos de autosuficiencia para nosotros y para el valle: lo sabemos hacer y nos gusta hacerlo. En los polígonos industriales ya sólo quedan máquinas y robots manipuladores. En las ciudades: gentes de ciudad o en turno laboral, helipuertos, algún hospital..., y poco más.

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