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En el país de los tuertos el ciego es el rey

24 de Febrero del 2017 - Ismael Almanza Riesco (Pola de Siero)

Por lo que vemos y no es mucho, dado que las eléctricas con sus tarifas giratorias se encargan de deslumbrarnos hasta dejarnos casi a ciegas, podemos concluir que las sociedades occidentales se hallan en franca recesión, lo cual, por otra parte, no es ningún descubrimiento nuevo. No se trata de una simple recesión económica, sino de algo bastante más profundo que afecta a la esencia misma del ser humano, a su naturaleza social (zoon politikon), la cual hace que el individuo halle su razón de ser en una sociedad vertebrada y políticamente organizada.

Siempre se ha sostenido, amparándose en las más profundas convicciones filosóficas, que esa naturaleza era compartida por todos los congéneres, siendo la base y fundamento de las más solemnes declaraciones: todos los seres humanos nacen libres e iguales, liberté, egalité. No deja de resultar curioso, sin embargo, que mientras que en la oratoria religiosa se habla de nuestros hermanos, en la civil se ha acuñado la expresión nuestros semejantes para referirnos al prójimo. Pero ni siquiera la semejanza es ya algo defendible ante la constatación de una desigualdad galopante. La brecha entre la riqueza, fuertemente armada, y la pobreza, totalmente desvalida, es cada día más honda, y provoca que una gran parte de la humanidad muera por inanición o sobreviva en condiciones infrahumanas. ¿Qué clase de semejanza puede haber entre los mal llamados refugiados hacinados en campamentos de concentración y las señorías del Parlamento europeo que han decidido que esos refugiados se queden atrapados entre el fuego que les hace huir y el hielo que les impide ponerse a salvo? ¿Qué semejanza podemos hallar entre los desesperados que intentan escalar un muro de cuchillas (concertinas suena mucho más musical) y los que han construido ese muro de ignominia? Las aguas de nuestro Mediterráneo nos hablan a diario de la semejanza entre los viajeros de las pateras, que suelen encontrar en él su sepultura, y los ocupantes de los cruceros de lujo o las embarcaciones de recreo.

Los gobiernos occidentales no sólo son insensibles ante la desemejanza, sino que además parecen dedicados a su acrecentamiento; no sólo la justifican como si se tratara de un hecho natural (siempre ha habido ricos y pobres), sino que criminalizan la pobreza y ensalzan la riqueza sin reparar en las causas que han conducido a una y a otra. Es más, dan por buenos los métodos de los ricos para incrementar su riqueza (pelotazos de toda índole) al tiempo que persiguen con la ley en la mano los intentos de los pobres por hacer frente a su pobreza (prohibición del uso de semillas no patentadas o la venta de una docena de huevos en los mercados populares). Así es como los pobres se convierten automáticamente en delincuentes y así es como se levantan los muros para proteger a los ricos de la amenaza terrorista de los pobres.

Lo peor de todo es que esta deformidad ideológica se ha ido inoculando deliberadamente en las diferentes capas sociales hasta sumirlas en un atolondramiento democrático que convierte a la ciudadanía en meros romeros que cada cuatro años hacen su particular peregrinación para abrazar al santo. En una sociedad invertida y desnaturalizada, ese santo no puede ser otro que el ciego perverso, el que mejor encarna la ideología imperante, ya se llame Trump, Rajoy o Berlusconi.

Recuerdo que de niños nos obligaban a santiguarnos cada vez que pasábamos por delante de la iglesia del pueblo, porque era la casa de Dios. Esa costumbre se perdió hace ya muchos años, y sospecho que la causa no ha sido precisamente la defunción del Inquilino, sino que Este se ha mudado de casa. Siguiendo los pasos del éxodo rural de sus convecinos, se ha trasladado a la ciudad en busca de el Dorado. Y lo ha encontrado. Por eso se ha hecho dueño de múltiples mansiones lujosas llamadas Banco, cada una con su propio tabernáculo a prueba de profanación. Si no hubiéramos abandonado la antigua práctica de los buenos fieles, iríamos por la calle santiguándonos sin parar. In God we trust.

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